Perseguimos hablar de lo que nadie atisba.
Este alma caliente, tangible como el hueco del pan,
espíritu
categórico
pre-visible:
a través del ojo de la cerradura
tras la valla pintada de amarillo
(sol
que fecunda el panorama y deforma el horizonte).
Alma que pretende hablar,
su voz que canta y hace temblar las manos de la noche,
voz que reduce una inflación de rosas, surge del eco
mismo del estómago,
brota de la pintura del océano,
silba su rumorosa incertidumbre.
El alma es un corazón de espaldas, un beso contra la
pared;
es un acorazado pero roto, demediado y meramente
indicativo. El alma trata de una historia antigua, un
testamento en yiddish, padece
el síndrome del ahorcado, yace infectada de ácaros y
arena del desierto.
Tenemos este alma nihilista, básica y estéril,
un amago de dios, una patada a seguir a la melancolía de
los ángeles. Pues sabemos de un Ángel
importante, uno de nieve o puré de patata,
ángel hecho de bolas de helado de chocolate y fresa,
dos sabores virtuales.
Ahora resulta imperativa la emoción final, el cónclave
indistinto, el recipiente frágil que contendrá la postura
indecisa, el partido
político, la conciencia. Al parecer, un serio porcentaje
del arte necesariamente habrá de ser
dividido por cero. Es preciso obtener
una incongruencia específica para seguir procurando (a
toda costa)
la proeza de vivir.
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