La ciudad se abre al vértigo, la marea indetectable,
sordo céfiro lejano. Bajo los edificios, se edifican
historias, remontan los espectros,
aumenta la frecuencia de contacto, un movimiento
religioso, simple; está en los saltos de los niños,
su griterío elástico, su fantasía
pormenorizada.
No existe otra palabra: el prodigio ascendente, ¡la rubedo! El milagro
perdura en el imaginario selectivo, la trastienda de la
intelectualidad. Los filósofos se adentran
en el ánimo de una generación, voltean las referencias
anteriores,
sacan a subasta la piedad del mundo.
Ella ha realizado una obra general, realmente única,
acto unánime y victorioso. El triunfo sobre el porvenir
es lo que cuenta, lo que no augura
sufrimiento. Es como bajar al muelle y respetar el
balanceo rítmico de las embarcaciones, su lenguaje
zonal, como dejarse llevar por el olor del mar y la suave
pestilencia de las redes,
entregarse al drama de la pesca; como desentenderse de la
gracia,
surgir y mantenerse en la pelea, otear las altas cumbres
desde la serenidad del río que festeja su hondura.
Lo contrario a la necesidad, lo opuesto a la inocencia,
lo anómalo,
la nada frente al vacío generador de espacio resistente,
campos neumáticos, una geografía del alma.
Habrá montañas (y habrán nacido de la arena). Romperá las
calles una belleza
(al)química y peligrosa, y llevará los labios pintados,
una pincelada de orgullo.
Ella ha dibujado su cuerpo contra la violencia
artística, contra la definición del éxtasis. Oh, será
editada por partes:
primero los ojos, primero los dedos de los pies, primero
las piernas invariables, la melena
discreta, toda esa naturaleza
de la que no se puede hablar. Toda esa lejanía victoriosa.
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