Qué ampulosidad figurativa, qué desgarramiento
infantiloide; ah, terminar un libro es un escándalo
privado, un apocalipsis pero íntimo,
desnivelado: aparece un vacío cordial por donde se
relanzan
las novedades editoriales y el espacio entero, todos
los docudramas y los acercamientos al modelo
diáfano de la posteridad.
en la cabeza, un perro suelto, otro vaso de agua con
gas. Son las maniobras
típicas del estancamiento, la facundia de la
ilustración pasada por el tamiz de las insinuaciones
maliciosas y su verificación.
accede normalmente a disipar las dudas de la
indiscreción, aprecia el ruido
y sus apartes.
todoterreno y una especie de aspiradora intelectual
entre ceja y ceja. Llega la seriedad
personificada en un coturno de rebajas, una masiva
identidad grecolatina, un gongorismo adolescente.
como un tema de los Rolling. Ahora escuchamos la
normatividad del Jefe de la M, algún
compendio. Emily siempre nos desatora con su espanto,
con su canto emancipado y tan silvestre, tan poco
romántico y escasamente
azul.
archiconocido; vedlo con su alzacuellos y sus
colgantes, su cruz
hermafrodita y sus psicofonías. En una mano cabe. Hay
que tener
valor para enfrentarlo, para darlo por muerto. Hay que
ser de otro país para tenerlo en cuenta, de otra religión
o de otra poesía.
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