Único mandamiento: no arrancarás la rosa. Aunque
sea de noche
y la lluvia restriegue su innumerable forma por el
campo, te lapide la aurora. El jilguero de Mandelshtam
ruge en la monotonía de las madrugadas, adorna su
nubosa locuacidad
universal.
del príncipe descenderá los peldaños
crujientes de la poesía.
aumentativa de la naturaleza, su colorida especie,
la terca
corazonada del instinto, que adolece de un nombre extrañamente
cabizbajo y tétrico.
resolvemos un problema matemático planteado por los
extraterrestres de Vorónezh, nos levantamos
cerca del rosal apodíctico ―solo porque nos
obsesiona la distancia.
viscerales, ríos montañosos, ¡es el campo con su
parque de atracciones! Nos olvidamos
entonces de la civilización (¿nos olvidamos?),
inventamos la imprenta en una desangelada buhardilla
del Soho, imprimimos la biblia que nos hemos ingeniado
―dictada por un Ángel
fuera de contexto.
al recuerdo de la primera estrofa, sincronizada con
el aire del primer estornudo
creativo, fumigando poemas de hace tiempo. Último
mandamiento: no apagarás la luz
ni mentirás.
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