relatos, apuntes literarios...

wilkie y otros escritos...

WILKIE
(relato basado en la novela "La soledad de Charles Dickens", de Dan Simmons)



Wilkie Collins, el hombre, el escritor de fama mundial. ¿Conocen a Wilkie Collins? Pueden buscar su rostro en internet. Yo he visto dos retratos suyos, uno más joven, otro más viejo: suficiente. En el retrato de joven, el joven Wilkie parece mosqueado, como si se le fuera hinchando la frente, descomunalmente juvenil; sus mejillas, aún lejano el apogeo de su flaccidez, ya reflejan, sin embargo, el anticipo de una generosa papada; parece pulcro de una forma leve y en ningún caso malintencionada: el joven Wilkie no conocía al Inimitable. En el segundo retrato, más fotográfico, muestra una barba de proporciones bíblicas y un estómago feliz; tras los binoculares pueden percibirse un par de faros de automóvil como ojos. El Wilkie de mediana edad lleva el láudano tatuado en el labio superior; su expresión es opiácea, incluso, diríase que existe una nubecilla, tal vez a su derecha o a su izquierda, una nube fugaz del fumadero que se desplaza por su careto alucinado, por el careto alucinado de Wilkie el fumeta.

Bien, en general un aspecto impecable, eh, que no se le puede poner una pega al rentista, al cuentista, a la mosquita muerta de Wilkie Collins.

Oh, desde luego, está su parte literaria, su cacho periodístico, el dramaturgo, el novelista..., el coleguilla de D. Pero yo prefiero, si no les importa, la parte menos literaria, la parte arribista, los turbios intereses, su parte mesmerizada, su afición por el emparedamiento de jovencitas inocentes, sus experimentos con cal viva en el cementerio -pobres chuchos-, su fijación insana con el verdadero genio, ja.

La historia dice que Wilkie conoce a Dickens, que Wilkie adora a Dickens, que Wilkie teme a Dickens y odia a Dickens también. Y eso que fueron colaboradores, amigos durante más de veinte años... En resumidas cuentas, el maestro le cantaba las cuarenta. Dickens era un genio, Wilkie no.

Les informaré para que vayan tomando conciencia de la imponente gravedad del asunto. Nuestro sujeto tenía un doble perfecto -el otro Wilkie, lo llamaba con evidente sagacidad-, una imagen apenas levemente distorsionada de sí mismo que jugaba a escribirle las páginas en las sombrias noches de leyenda urbana, cuando la droga pura hacía de las suyas en su precocinado cerebro de escritor y gentleman. El otro Wilkie sabía escribir, era cauto y coherente, sus personajes gozaban de una verosimilitud especial, una tensión, eran arquetípicos y misteriosos.

A Wilkie le jodía muchísimo, o le incomodaba con saña, levantarse por la mañana con el flamante resacón que solía acompañarle dos o tres veces por semana y comprobar cómo El Otro había pergeñado veinte folios de auténtica literatura a cuyo lado su propia producción languidecía en extremo, palidecía y se desintegraba emitiendo modestas salvas descontextualizadas, párrafos jadeantes, frases de poca monta (así de loco estaba el pobre). En su descargo (quitémosle un ápice de peso a su joroba corrupta), decir que su desmedida querencia por el opio venía motivada por unos dolores de gota reumatoide que padecía y que le hacían la vida imposible (del mismo modo -no le aliviemos tanto-, es preciso señalar que esa natural inclinación suya a combatir el dolor terminó por ofrecerle una dosis extra de inspiración para confeccionar sus obrillas literarias). El listo de Wilkie tomaba el láudano como medicina y como alucinógeno, y ese uso recreativo fue lo que aceleró su adicción y los problemas mentales inherentes a ésta, las pesadillas y los espejismos terroríficos.

Aquí, el avispado lector (si no lo ha hecho antes) se estará diciendo que a qué viene esta acción vejaminista de mi parte, esta propensión mía al linchamiento moral de un autor reputado, de un gigantillo de las artes, este wilkiecidio, esta lapidación de un menda que alternó con Coleridge, que paseaba echando el bofe junto al creador de Casa Desolada. ¿Será este arranque fruto de la envidia que corroe -pensará- o de la mera enajenación?.

Pues bien, le respondo: no hay razón, al menos en apariencia, hay un presentimiento, un mal augurio, existe un cuervo que no dice nevermore y que se arrastra por el cielo anticipando siglos de mala fortuna; pero ni siquiera eso es suficiente, falta el meollo de la cuestión, el nudo gordiano del tema que hay que desatar, la esencia de la triquiñuela, el núcleo, la singularidad, el fundamento espeso de la intervención: Wilkie era un malvado; en su entraña latía una instancia maquiavélica, un debate inmoral, producto de su familiaridad con las sustancias prohibidas, a cuya cuenta podrían cargarse perfectamente algunos arrebatos. Camuflado bajo ese diminutivo de inusitada puerilidad se ocultaba un sicópata de primera generación.

De manera que pregunto y me pregunto: ¿fue Wilkie Collins un asesino en serie? He ahí el dilema. El precursor de Holmes y su elemental Watson -la saga de los morfinómanos-. El astuto escritor que hacía las Américas preocupado por el copyright. El gordito al que aburría De Quincey. El buen conversador que tenía una amante pero tuvo sus hijos con otra, más morena y sentimental. El hombre cultural. El hombrecillo que despreciaba al vulgo y su genuina indigencia artística. El compadre de Dickens, ¿fue un asesino en serie!

Hablamos del caballero que acudía a los desaconsejables fumaderos de opio de los suburbios londinenses escoltado por un detective privado de dos metros de estatura. En concreto, del tío de la pasta, el rich-man in person... ¡Ajá! Esto les interesa, ya veo. Bien, les aguaré la fiesta. En realidad, distinguidos lectores, Wilkie afrontaba de continuo severas dificultades económicas fruto de su vida licenciosa y sus delirios de grandeza. En realidad, Wilkie era el tío que nunca dio un palo al agua, el tío agarrado, el araña que se pasaba el día consiguiéndose invitaciones para pasar temporaditas fuera del infierno.

Mas, la pregunta es ociosa, capciosa. Retórica. Wilkie Collins no ha pasado a la historia como un vulgar sacamantecas, por el contrario, sigue siendo un autor reconocido, conserva su prestigio, un prestigio menor que, sin embargo, le faculta entre los nombres poderosos...

El interrogante principal, real, despojado de convenciones, pulido hasta la saciedad, tallado por la certeza, es sin duda el siguiente, no adelantemos acontecimientos: ¿ideó el orondo señor Collins la masacre de su gran amigo y benefactor? La respuesta es afirmativa y negativa a un tiempo.

Hay quien insinúa que Wilkie emparedó a la hija de sus criados porque la desdichada niña le había oído planear, en una de sus frecuentes exaltaciones laudanosas, el asesinato de Dickens, ¿habladurías? No es un secreto que nuestro señorito profesaba una suerte de férrea insensibilidad victoriana, sin complejos, en especial hacia los patéticos individuos a su servicio, que podría explicar la abyecta ejecución de un crimen semejante.

Por cierto que Wilkie sufría en silencio las invectivas de D., las serias descalificaciones de su narcótico talento creativo. Se sometía. Sometía de continuo su cuello animal al cruel descabello del Inimitable, ofrecía la nuca para ser desnucado, el cogote para ser acogotado por Dickens. Y eso le iba minando, iba destruyendo en él la amistad, iba rompiendo ligaduras más fuertes que las del estricto parentesco (un hermano de Wilkie llegó a casarse con una de las hijas de D.).

...


La flagrante asiduidad de las andanzas del descocado Wilkie por los bajos fondos inevitablemente le hizo tomar contacto con algunos de los peores canallas de la city. El ambiente de los fumaderos clandestinos de la época no era en absoluto recomendable para un caballero que se preciase de serlo. El personal a cargo de aquellos antros no estaba por la labor de ser amable, mucho menos la clientela. ¡Ah!, pero el vicio es poderoso, un sin vivir (¡que se lo digan al tío de la pasta!). Así que el corajudo Wilkie tomó por el camino de en medio, le puso una vela a dios y otra al diablo, y se alió con una fuerza depravada, digamos, sin ningún conocimiento.

Entre esos lobos lascares, destacaba por su vulnerabilidad, por su barriguilla y su ropa a medida (también por su barba). Constituía una presa apetecible, factible, para los depredadores del submundo: rateros, prostitutas, traficantes, asesinos a sueldo y asesinos vocacionales. A bombo y platillo presentaba su candidatura a víctima de la lucha de clases que tan eficazmente se desarrollaba en el corazón del imperio. Simbolizaba al enemigo básico del pueblo; su mera presencia en aquellos tugurios de mala muerte sólo podía imputarse a un secreto afán de provocación. De modo que, haciendo gala de su noble cobardía, se hacía acompañar de un ex-policía brutal, creyéndose así a salvo de agresiones y malentendidos. En síntesis, Wilkie quería el colocón pero le aterrorizaba el modus operandi de la movida.

Quien sí conocía de facto esos y otros muchos lugares de libertinaje era Dickens. Él sí sabía manejarse en los entornos marginales aprovechando su indudable magnetismo personal, proyectando su unicidad. Y fue Dickens, precisamente, quien condujo a Wilkie a los laberintos de la Ciudad Subterránea. ¿Con qué intención? ¿Tal vez para gastarle una broma terrible capaz de poner sus preciadas vidas en peligro? A Dickens le gustaba jugar, amaba el riesgo, era un hombre excesivo que se sabía por encima de los demás; quizás se le fuera la mano. Puede que en las mismas entrañas de la genialidad subsista un eslabón débil, un componente infantil, de irresponsabilidad.

Sea como fuere, es un hecho que Wilkie trabó relación con un delincuente sobrenatural, un egipcio preocupado por las raíces de su cultura ancestral, un sacerdote de la corrupción que le bautizó con la sangre de su guardaespaldas una noche de verano cuajada de putrefacción (o Wilkie el arribista escalando montículos de mierda de caballo bajo el calor asfixiante de la noche londinense, metafóricamente, of course).

Sucede que los egipcios tienen un feeling con los escarabajos y otros insectos asquerosos, y el hampón desfigurado al que Wilkie tuvo la desgracia de conocer no era una excepción en ese sentido. El lúgubre capo al que el pringado de Wilkie estrechó su mano sudorosa en las catacumbas era casi un faraón, un maestro en los ritos arcanos de sus antepasados, ávido cazador en busca del sufrimiento ajeno, no un mentalista de pacotilla dedicado a estafar a los pusilánimes.

A partir de ese momento, de ese encuentro fatal, Wilkie empezó a soñar en tecnicolor, por así decirlo, a tener unas pesadillas bárbaras complementadas con un dolor agudo y persistente de cabeza y ojos, y comenzó a confundir realidad y fantasía. Para más inri, El Otro dio en ampliar su horario de trabajo, con lo que podía manifestarse a cualquier hora del día (eso sí, siempre en casa, no salía de paseo), empeorando su caótica situación doméstica.

...


Una mañana Wilkie despertó empapado en sudor, había tenido un sueño demasiado visceral. En él, el maléfico egipcio introducía un bicho en su estómago, un repulsivo escarabajo pelotero negro y enorme que, una vez en su interior, y produciéndole un padecimiento atroz, iba ascendiendo sin prisa pero sin pausa hasta aposentarse en su base craneal. Una ensoñación apoteósica y aberrante por igual que le había dejado exhausto. Al verse de nuevo entre los vivos, Wilkie, a un paso de la histeria, se palpó el vientre y los genitales comprobando con alivio que todo seguía en su sitio, apartó la ropa de cama y echó un vistazo a su tripa prominente descubriendo con estupefacción la herida reciente; el tajo horizontal por donde se había colado el alien durante el sueño tenía su correlato en el mundo real. Naturalmente, la herida podía habérsela causado él mismo en su frenesí onírico habitual, no obstante, esa posibilidad quedó en entredicho en el instante en que el escarabajo decidió darse un garbeo justo por detrás de sus desorbitados ojillos, infligiéndole un suplicio medieval tan desagradablemente doloroso que hizo que estuviese a punto de desmayarse. El parásito utilizaba sus pinzas con alegría, pellizcando nervios y reventando vasos oculares, un calvario.

Las dosis de láudano se dispararon. Wilkie se convirtió, muy a su pesar, en el esclavo, el escriba, el amanuense, en el insano vehículo de una sabiduría antigua y descarnada. Él redactaba por el día y El Otro continuaba por la noche, sin interrupción; el rimero de páginas aumentaba de tamaño a velocidad vertiginosa, páginas escritas con dos letras diferentes. A la vez, se fue fraguando en su mente calenturienta una animadversión superior, una inquina dominante, un odio voraz hacia todo lo que tuviera que ver con su mentor... A ver, Wilkie siempre había desconfiado íntimamente de Dickens; había construido una fortaleza de elevadas murallas que Dickens no podía asaltar, pero, claro, se hallaba prisionero en ella, porque tampoco podía abandonarla sin verse de inmediato alanceado por el punzante y autoritario sarcasmo de su rival. El Wilkie entronizado se enrocaba para escapar, pero la caballería dickensiana no tenía nada que envidiar a la de Atila.

Como Jack Nicholson en El Resplandor, Wilkie fue degenerando. Inspirado por los lentos y abrasadores movimientos del diabólico insecto que moraba en su cabeza, maquinó un plan para deshacerse del Inimitable, a quien, en su vasto delirio, atribuía toda clase de escabrosas fechorías. No reparó en gastos. Se cargó a la hija de sus criados, que le había pillado in fraganti, y a ellos los despidió, sobornó a un enterrador del cementerio y fue testigo de algunas muertes en los deprimidos callejones por los que se internaba para satisfacer su necesidad de estimulación. Se sentía vigilado a tiempo completo. Sabía que el divino tahúr de dientes puntiagudos, el egipcio cabrón, se ocupaba de él: se había tomado muchas molestias para controlarle, incluso había abierto una embajada en su cerebro.

...


Wilkie el estratega, creyéndose sagaz, asesinó a Dickens una noche en el cementerio, al pie de un foso de cal viva. Le pegó un tiro. Todo salió según lo previsto, sin testigos. Dickens, por aquel entonces, aunque no llegaba a los sesenta, ya se veía acosado por la sevicia de la edad, además, acababa de regresar de una gira agotadora de lectura por varias ciudades norteamericanas. Las lecturas de Dickens eran famosas y reunían a cientos, a miles de espectadores en cada localidad, siempre en los mejores y más amplios escenarios. Estaba muy solicitado. El esfuerzo titánico y perjudicial para su salud que le suponían, constituía el mayor inconveniente, pues a la vez le proporcionaban suculentos beneficios económicos. Aunque es poco conocida su faceta teatral, su trabajo como actor, Dickens atribuía a sus representaciones un papel esencial en la culminación de su tarea artística. Se creía en la obligación de escenificar sus cuentos para lograr la mayor difusión posible de su obra. Y era muy bueno haciéndolo. Interpretaba con gran realismo a hombres y mujeres, cambiando la voz, y tenía momentos estelares en los que el público contenía la respiración.

Wilkie se cargó a Dickens porque no podía soportar su preeminencia insoslayable, porque le había dicho la verdad, y lo había enfrentado con sus demonios. La preponderancia de Dickens tomaba cuerpo draculiano y succionaba estro por doquier. A Wilkie lo dejaba seco. Cierto es que, con la ayuda de El Otro, había conseguido mejorar sus prestaciones estilísticas: una victoria pírrica, ya que sus obras conjuntas no narraban historias convencionales, no eran novelitas de detectives elegantes entregados a la deducción, sino manuales esotéricos, de brujería y exorcismo, y de cosas más extrañas aún que se perdían en la noche de los tiempos; sin proponérselo, habían creado un volumen de impacto, un impacto que, por descontado, ningún editor querría sufrir en sus rollizas y forradas carnes.

Para calmar los rescoldos de su conciencia, en su soporífera ofuscación, Wilkie culpó a Dickens de su incidente con el sumo sacerdote infernal y de las subsiguientes correrías del escarabajo militar que le atormentaba con sádica paciencia. Imaginó que Dickens le había traicionado poniéndole a los pies de aquel maníaco egipcio en pago de alguna turbia deuda de juego. Dudaba entre dos opciones que encontraba verosímiles: que D. sólo fuera el discípulo que procura satisfacer los deseos de su preceptor, o que se tratase de una confabulación... (esta última era su favorita, ya que encajaba por completo en los infames recovecos de su enfebrecido razonamiento).

...


Ja ja ja. ¡A por Wilkie, oe!, pero qué jodío Wilkie y tal. O. K. Se acabó lo que se daba, lástima que terminó, etc. Disculpen. Esto no es normal, ¿se puede saber qué narices me ha hecho a mí Wilkie Collins?... ¡Basta de tonterías! Dickens murió en su cama, en su casa, rodeado de familiares y amigos. Así lo dice la Historia. Y es imposible que un coleóptero haga nido el cerebro de una persona.

La verdad, mis esforzados lectores, es que el Inimitable, conmovido ante el sufrimiento de su amigo, lo hipnotizó con el fin de paliar sus tremebundos dolores reumáticos, pensando que así pondría coto a sus excesos con el láudano que consideraba estaban afectando muy negativamente tanto a su carácter como a su producción literaria. Dickens estaba muy preocupado por su camarada de letras; pensaba que Wilkie podía llegar a cometer una imprudencia fatal.

La mezcla resultó ser explosiva: el láudano junto al rencor y la influencia hipnótica estallaron en la martirizada mente de Wilkie trastornando su percepción de la realidad. Mató a Dickens en sueños, en sueños enclaustró a su criadita y medio en sueños escribió multitud de incoherencias en páginas ininteligibles que confundía con mensajes de ultratumba. Su mezquindad, tan oculta, salió a flote, como no podía ser de otra forma, y arrastró a la superficie montones de basura entre los que chapoteaba la patente mediocridad de su avatar literario, su regular medianía (vaya, esto último se me ha escapado, no tengo remedio: es el vilipendio, que engancha).

Dickens, por su parte, tuvo también su buena cuota de responsabilidad en estos desdichados devaneos de su adlátere: quiso ayudarlo y lo desgració. No pudo separar la incontenible ansia de conocimiento que le caracterizaba del deseo altruista de prestar auxilio a su colega en la adversidad. La superioridad, mis queridos y selectos amigos, abulta, abruma. Y ustedes quieren saber. No hay problema.

Dickens llevó a su compinche a un fumadero de opio clandestino donde se manejaba el material de mejor calidad de Londres. Una bendición para el gordinflas con el mono que era Wilkie por aquel entonces. Una vez allí, lo hizo caer en trance y consiguió que creyera haber entrado en contacto con una serie de personajes fantásticos. No en vano, el maestro siempre estaba creando tramas nuevas para sus obras, argumentos cuajados de insólitos protagonistas y pudo escoger para su numerito entre los de su catálogo de rufianes y canallas, que era amplio y variado. Eligió a Drood para el papel principal porque le iba al dedillo el punto fantasmal de la Ciudad Subterránea y le quedaba como un guante el papel de comandante de una legión homicida de desheredados. El egipcio era un elemento problemático, uno de sus malhechores mejor acabados. Para empezar, apenas tenía propiamente un rostro, era más una voz, una manera de hablar, siseante, unos dientes esculpidos como puntas de flecha, una palidez sepulcral. Y luego estaba el asunto, nada baladí, de su rango preternatural, su condición de no-muerto, su vena zombi. Vamos, que asustar, asustaba, hay que reconocerlo.

Y Wilkie era un creyente, necesitaba creer que en la virtud de Dickens subyacía un ingrediente de esclarecedora turbiedad. Así que se tragó el anzuelo y fantaseó lo suyo. El reo se transformó en juez y fue implacable... consigo mismo.

Dickens llegó tarde al rescate. Se marchó a los Estados a aterrorizar damas aburridas y se olvidó de su conejillo de indias. Inconcluso el experimento, el resultado fue catastrófico. Ausente D., nadie pudo sacar a Wilkie de su inimaginable trance, escarabajo terrorista incluido.

Es lo que tiene alternar con la genialidad, que se te acaban metiendo cosas raras en la cabeza.



Epílogo


Una vez cada cien años, más o menos, acontece que un poeta se topa con lo inesperado. Sucedió con Browning y su libro viejo y amarillento, del que extrajo un anillo en forma de kilométrico poema que ríete de la sortija élfica de Tolkien. Yo encontré una historia que hablaba de la destrucción de una amistad, con el Arte como telón de fondo y, como no soy Browning y ni siquiera Von Humboldt (a la vista está), concebí esta insultante parodia.

Todo hombre encierra un poeta en su interior, un artista, pero no todos los hombres liberan su energía creativa con suficiente criterio. No es tarea fácil. Muchos desisten, flaquean en el empeño, otros continúan por una senda que les pierde, digamos que no llevan el calzado adecuado para la caminata. Dickens era un corredor de fondo y Wilkie un turista entrado en carnes que hacía el camino de Santiago lleno de sabañones en los pies.

Y ahora, por fin, adiestrados lectores, saciada mi ansia viva de desacreditación, toca arrepentirse para eludir una demanda gugolpléxica, llega el momento de exculpar al señor Collins y lavar su hoja de servicios, de presentar mis sinceras excusas a sus descendientes y admiradores haciendo una reverencia japonesa de noventa grados y de imponerme un castigo ejemplar: leer La Dama de Blanco y La Piedra Lunar. Sin apelar al láudano, por supuesto.



FIN


Esteban Granado




-------------------------------


SIN TÍTULO (por el momento)

1.


En casa. En mi casa tengo precipitaciones no atmosféricas. Simplemente, las cosas se precipitan; no, no es que el cenicero se tire al suelo desde la mesa de la cocina, ni que la foto, la única foto que guardo de cuando estuve allí se deje caer sobre la moqueta sucia del cuarto de estar desde la estantería mugrienta que conserva el polvo de los constructores. Hay, sin embargo una precipitación de materiales invisibles: acontecimientos. Los acontecimientos surgen como lluvia de enero, fría y caladora, pulmonesca lluvia de invierno que afecta a mis pequeños pulmones negros del alquitrán acumulado durante décadas. Oh, y deseo ser un Constantine con ángel de la guardia, de cabecera, un ángel malo, pero poderoso, que me meta las manos por ahí por donde no cabe una mano que es por el mismo pecho que por ahí no cabe un alfiler y una vez ahí hurgando lo suyo con su energía y su trabajo saque lo que sobra y va matando y mata lentamente. Un arcángel duro y pendenciero, casi satánico, que palidezca en mi presencia y me libre del mal. Lo necesito ya. Que me sirva para lavar mi conciencia del pecado más original de todos, el pecado que no tiene razón de ser, el que se comete sin apenas un pensamiento de por medio, sin que haya nada de por medio, ni siquiera una acción, ni un verbo intransitivo, nada, un pecado por sí mismo cometido, un pecado horroroso, pues, que aliviaría al mismísimo demonio, que soliviantaría a dios: el pecado de ser.

Yo... no tengo un alto concepto de mi karma, sé, por el contrario, que es bajo, que es un bajo cero que congela a otros y por eso, tal vez, es por eso que me huyen los amigos y hasta la policía conspira para tenerme lejos de sus temibles defensas y sus pistolas láser, lejos de sus esposas y sus coches patrulla y su cohetes a propulsión fantástica. 

En el trabajo, en mi trabajo aparte, también existe una conspiración de la que soy testigo protegido. Ella me saluda y él mira hacia otro lado. Luego, él me da una palmada en el hombro y ella se agacha fingiendo la caída de una hoja y es para darme la espalda y no tener que mirarme a los ojos de nuevo. Para no ver lo que tengo que ofrecer.

Incluso en esta casa que se me cae encima o se me tira, se da el ingenioso conspiracionismo, esta vez entre los más ingenuos insectos y más belicosos. Los mosquitos se coagulan entre las redes de la cortina del baño y las moscas de la fruta invaden el frigorífico. No hay hormigas, no hay escarabajos, solamente algunas orugas que no se pueden ver, ni se pueden pisar pero que están ahí, sublevándose y siendo francas y mirando hacia arriba por si me ven alguna que otra vez. No hay chinches, por fortuna, porque las chinches son un mal síntoma, son el síntoma de la desinfección que no cesa, el síntoma de una infección hogareña que lo mismo afecta al hotel Rizt que a la pensión de mala muerte. Las chinches son resistentes a los compuestos químicos y también son inteligentes. Los científicos las han estudiado a fondo y lo saben, pero no quieren decir toda la verdad.

¡Ah!, pero yo he leído la novela del sr. Cole, Teju Cole, un gran escritor que apunta una parte gansa de la verdad sobre el insecto que siempre está de moda, y lo hace de pasada, como quien no quiere la cosa; como quien no quiere la cosa deja ahí en las páginas una serie de informaciones reservadas y colosalmente importantes que muy poca gente posee, ¿a santo de qué?, porque no es que sea el suyo un libro de entomología, nada de eso. Da la impresión de que lo ha escrito, de que ha soltado esa pequeña bomba atómica sobre las cabezas de sus lectores así porque sí, sin un objetivo claro, como diciendo, ahí queda eso, haced con ello lo que os plazca, preocupaos de ello o dejadlo pasar, dejadlo correr seguros de que nunca habrá de tocaros lidiar con esa minibestia tan feroz.

Es cierto que leo mucho y eso me distancia de la masa que no me puede ni ver. Eso me da una integridad, me proporciona un conocimiento que no me sirve de nada, pero que es estricto y puntual al mismo tiempo, un conocimiento que me permite no pontificar, no opinar, no saber y no contestar, pero con fundamento.

Leo, por cierto que leo lo que me echen, aunque miro mucho lo que leo y lo elijo cuidadosamente, y no leo cualquier cosa, no. Mis libros son entes de ficción que parece que van a echar a andar o que van a echar una partida al póker y se van a tomar unas copas, o que van a tomar el té de las cinco con sus pastas sacando al efecto unas patillas ridículas para desplazarse desde las baldas repletas hasta el suelo, o hasta las sillas que rodean la mesa del comedor.

Oh, sí, entes vivientes, libros zombis, muertos como el papel que está muerto y constituyentes, sin embargo, de historias sin fin, historias candentes y afiladas como cuchillos jamoneros, como catanas japonesas de filo superior y corte ambiguo. Mis libros que registran sus peculiaridades, sus cualidades de biblioteca selecta y misteriosa. Porque sobre mis novelas se cierne, indefectiblemente, la tragedia. Sus personajes sufren, uno tras otro, las situaciones más complicadas que imaginarse pueda, las situaciones más comprometidas, más difíciles, son protagonistas de gestas sin igual, sin par, sin aliento se quedan tras sus heroicidades y ni siquiera eso es bastante, que suelen morir entre horribles sufrimientos, o quedar seriamente dañados, seriamente heridos, tanto interior como exteriormente. Es empezar a leer una novela y sentir cómo la atmósfera empieza a hacerse opresiva, cómo oprime los ojos y es pasar las páginas y ver a los buitres sobrevolando el cielo de que se trate, cualquier cielo literario, sea el cielo de un planeta lejano o el de mi propia ciudad de pesadilla.

Las cosas acontecen, suceden a toda prisa, por ejemplo, la grieta en la pared. La grieta que surge o se manifiesta de un día para otro en todo su esplendor zigzagueante. Una grieta en el hogar que es metáfora o quiere serlo, metáfora de una desintegración o, al menos, de un inicio de pudrimiento. Y qué suerte que la haya descubierto yo mismo sin necesidad de que me lo haya avisado una visita de las pocas que acuden a visitarme en días señalados, porque es obvio que si hubiera sido así que alguien ajeno o no tanto, aunque fuera un amigo de los pocos amigos que tengo que vienen a visitarme algunos días postineros, aunque hubiera sido algún familiar por decir que fuera un allegado y alguien en quien tuviera depositado un aparente cazo de confianza, me habría sentado tan mal como una reprimenda efectuada en público, como una reprimenda o una bronca por no saber cuidar de mis propias propiedades personales, cuánto más si un desconocido, tal vez el fontanero que hubiese acudido a arreglar algún desaguisado doméstico y de pronto con esa astucia legendaria de su profesión me hubiese mirado fijamente y hubiese murmurado como para sí pero sabiendo que yo le oía y no me perdía una sílaba, murmurando como si tal cosa: y a todo esto vaya grieta que le ha salido en la pared, que parece que se le vaya partir la casa en dos.

La grieta es un síntoma de algo grave, de una enfermedad de la construcción, así como los espacios entre las tablas mal puestas del suelo de parquet flotante que se abre y se reabre y vuelve a abrirse en una apoteosis de mal gusto y de mala praxis colocadora de los colocadores obreros que lo fueron y lo hicieron tan mal que ahora yo me veo en la tesitura de afrontar su desidia, su holgazanería y, cómo no, el suceso pertinente de la apertura de los listoncillos horizontales por los que paseo mesándome los cabellos, que piso y pateo sin conmiseración o con una ligera prevención por si han de abrirse aún más descubriendo algún tipo de oquedad peligrosa como en una película que vimos en la se caía un perrillo por el agujero en el suelo y las ratas se lo comían vivo en la oscuridad, aunque bien es cierto que mi suelo no tiene esa profundidad diabólica y no hay roedores a la vista ni al oído porque no caben entre las tablas abiertas y el puro suelo de pura roca o puro cemento que está justo debajo y encima del puro techo del vecino de abajo, una persona decente que no tiene nada que ver.

Tengo yo esa tirria, esa desafección, ese encanto inverso, esa inapetencia hacia la vida de los insectos desde los más pequeños y casi invisibles a los otros molestos e incluso repugnantes y nauseabundos (lo menos, pero algunos hay). No he sido atacado aún por las tremebundas chinches, esa marabunta, esa desgraciada plaga bíblica sin posibilidad de sanación y expulsión. Es decir, que es mejor mudarse, cambiarse de piso, irse a tomar viento fresco, lo que en esta ciudad es sencillo, por otra parte, que entablar una lucha desigual y batallesca con las chinches de metal, metálicas como guitarristas de rock, chupasangres y chupacabras también, vampíricos bicharracos, bicharracos hechos a la medida de la miseria y del lujo, cuya transversalidad es un ejemplo para la política, un ejemplo de adaptación al medio,  en fin, un claro ejemplo de ciudadanía sin fronteras.

Así que mi casa o habitáculo, con perdón, se orienta porque sí, porque así lo ha decidido ella, no yo, que bastante tengo con habitarla, al parque grandísimo que hay al lado de mi casa, o sea, del edificio donde tengo mi refugio.

El edificio donde vivo está al lado de un parque muy boscoso donde las especies se multiplican a babor y estribor, quiero decir que se multiplican y no se dividen, ni se suman, pues allí todo es exponencial, como debe ser, como uno espera que sea con ese tipo de plantas que protegen a su prole minuciosa, a sus habitantes ocultos para el ojo que solo son vistos en contadas ocasiones o que simplemente se intuyen o se oyen como el vuelo del moscardón o el vuelo de la abejita reina tan laboriosa y del zángano y el tábano picatoste, todo el santo día polinizando y transmitiendo alguna esencia incógnita, algo místico de los sabios antiguos que mezclaban y trataban de hallar la fórmula de Midas, la conversión fantástica, algo de la rubedo más profunda de su alquimia. Por esa mala racha que me asesta sus golpes delicados y otros mejor dados, lanzados a voleo pero que siempre aciertan en el punto más débil y debilitado, donde el dolor es más agudo y contante y sonante que suena a hueso astillado y a mandíbula desencajada y astillada también, y todo se astilla menos la madera del suelo que solo se abre como una boca con una infinidad de hileras de dientes sucios, por esa mala encarnación, ese mal fario, resulta que los bichos atroces penetran sin permiso en mis aposentos, no como vampiros bien educados de esos que piden la venia y se quedan esperando con los pies bien juntos y las manos cruzadas a la espalda en una posición que quiere expresar comedimiento y que da fe de exquisitos modales, sino como una estampida de ganado liviano, una manifestación no autorizada de izquierdistas radicales que en su afán socializador y proselitista no tienen otra intención que la de construir sus enormes nidos en mi territorio, sin papeles de por medio, sin hacer su declaración de impacto ambiental ni nada por el estilo. Ah, pero como son animales... ¡hay que permitírselo! Mas, ¿son en realidad animales los insectos?, ¿es una chinche un animal? Sí. Hay quien amaestra pulgas, es un hecho, y en la definición de animal está la cualidad de ser amaestrable, educable, domesticable,  tanto así que ese es uno de los puntos cardinales de la animalidad. Las preguntas son retóricas, y lo son porque hay algo en esa respuesta lógica que repugna a nuestro entendimiento humano: uno espera poder jugar con un animal o tal vez espera poder comérselo, pero con un insecto, con una longeva e indestructible chinche, ¿quién va a jugar?

Pero dejemos a los insectos en paz, que bastante tienen con su ir y venir constante, su trabajo hormigonero, cuya única recompensa es alimenticia, todo el día y parte de la noche, porque dormir, duermen poco los bichitos estos y todo el tiempo buscando comida, el sustento y que si se lo llevan al nido o se lo comen ahí mismo y luego vuela que te vuela o escala que te escala y dando vueltas por el techo. Nada más.

Los acontecimientos, entonces, que ocurren y acaecen sin mesura y sin descanso, como pueden imaginarse son de dos tipos contrastables y bien estudiados: internos o externos. Un ejemplo de acontecimiento externo es la grieta famosa. El acontecimiento externo luego puede ser pernicioso o no tanto, en el caso de la grieta, lo es, sin discusión. Lástima de albañil. Deberíamos tener, los ciudadanos, nuestro albañil de cabecera, un asesor en albañilería, también en fontanería e incluso en pintura, y eso debería ser tarea del estado: una prioridad; así se combate el paro, así se acaba con el desempleo: miríadas de asesores ciudadanos en cualquier materia asesorable del hogar.  Así que yo llamaría a mi asesoría constructiva de albañiles reunidos y me mandarían enseguida un peón, que no haría falta un maestro albañil para este primer contacto con la obra y el aprendiz, el peón, haría su informe o allí mismo, en ese mismo momento, a la vista del percance acontecido emitiría su dictamen definitivo. Porque, claro está, esa grieta que a ojos de un profano como yo puede ser algo casi divertido y de poca importancia es probable que quiera decir que la casa está en peligro, que la ruina es inminente y que hace falta una brigada de obras para una urgente reparación del desaguisado surgido por la propia dinámica intrínseca del edificio. ¿Quién lo sabe? Yo, no.

Ah, pero luego están los acontecimientos internos que esos necesitan de una cura, digamos, siquiátrica  o no tanto, porque un acontecimiento interno puede ser un dolor de cabeza o un dolor de estómago, incluso un dolor cualquiera curable y tratable con paracetamol. Otro tipo de acontecimientos internos tienen que ver con las emociones, también con las provocadas por los sucesos externos. Por ejemplo: ves una nueva grieta en la pared del dormitorio y, de inmediato,  te sube la tensión, te da una lipotimia y te pones malo y necesitas, ya, un diagnóstico, a menudo todo un diagnóstico diferencial que escarbe en las numerosas posibilidades de la dolencia, que, en primera instancia, descarte que esta sea imaginaria, sicosomática, y que, acto seguido, imponga un tratamiento barato y eficaz. Imagínense ahora que descubren, así, de sopetón, una grieta abierta como una herida en la parte de la casa que más quieren y más enseñan a las visitas inoportunas, así como fardando, en su rincón favorito de la casa, donde van cuando quieren sentirse protegidos y a gusto, y no solo descubren la horrible imperfección que supone el agujero alargado, la falla de san antonio, sino que, observan con horror ampliado que la susodicha está bien repleta e infectada de incorregibles chinches o aunque sea de hormiguitas atareadas y más fáciles de eliminar y fumigar y desinfectar..., pero el disgusto no se lo quita nadie: y cómo se lo digo ahora a los niños. Uf, un sinvivir de explicaciones en curso, un gasto aparatoso porque el estado no tiene conciencia y no subvenciona asesores constructores que inspeccionen las viviendas en prevención de las apariciones malditas, no de las caras de bélmez, sino de las famosas grietas y las no menos insistentes rajaduras, fisuras y rendijas por las que pueden colarse seres de otras dimensiones también.

De modo que todo está relacionado y hay ya una responsabilidad delimitada, una responsabilidad gubernamental en la proliferación de estos aconteceres siniestros del hogar que no dejan de ocurrir para desazón del contribuyente que, señores, por si no lo recuerdan, señores del gobierno, ¡tiene sus derechos!   Y existe una clara dejación de funciones en la lucha contra el desempleo que podría paliarse, el desempleo, con una política expansiva en materia de derechos ciudadanos al asesoramiento en albañilería y otras disciplinas propias del mundo de la construcción y, por qué no, de los necesarios derribos y sus consecuencias a corto, medio y largo plazo.

Pero no van los tiros por ahí. Me basta con saber que existen los culpables. No voy, de momento, a instar un procedimiento administrativo o judicial para exigir que paguen por su desidia monumental los jerifaltes populistas que dirigen nuestra maltrecha economía. No. Estas son solamente algunas ideas que lanzo ahí, o que casi es que se me caen del bolso y que ahí se quedan por si alguien con más posibles y con más agarraderas en las altas cúspides esféricas tiene a bien ponerlas en práctica.

Decía, decíamos ayer, decía, digo, que los acontecimientos son categóricos o categorizables en dos categorías indivisas, externos e internos, mas, cabe aquí la posibilidad remota de que alguna de estas situaciones refleje ambas cualidades simétricas de localización, o que sea por tanto un híbrido, tal que un sarpullido, tan interno que viene de dentro pero con una manifestación paranormal importante a la vista de todos los que tenga a bien mirar y observar y tener constancia y dar fe de esa horrorosa malformación sobrevenida por vaya usted a saber qué causa, qué alimento en mal estado, qué aire o qué medicamento reactivo.

La verdad única es que los sucesos no dejan de ocurrir desde que el mundo es mundo y qué raro sería que, precisamente, entre estas cuatro paredes a las que llamo casa, hogar, refugio, escondite recreativo donde me apalanco y me atoligo (esto para los filólogos más recios, de regalo), pues que no ocurriese nada sería de lo más extraño e inverosímil. Siempre hay una mota de polvo en movimiento y quien dice una mota dice un millón de motas o un trillón de invisibles motas de polvo flotando, volando e introduciéndose en ranuras, resquicios, y, cómo no, en las grietas de las paredes y los techos (por cierto que, a propósito de la grieta he de decir que todavía no ha tocado techo, no; se ha detenido, de momento, cerca del techo pero sin llegar a él, y esa debe de ser una buena señal). Pues bien, las motas de polvo, el mismo aire en movimiento permanente sin necesidad de abrir ventanas para ventilar la casa que en invierno abres y a los dos minutos ya has ventilado de sobra porque lo que entra por la ventana es un ártico en conserva que enfría y cuaja los radiadores y congela las ideas en la mente antes de que lleguen a verbalizarse y, de paso, provoca algunas enfermedades respiratorias como el asma y similares que son bastante ingratas y conllevan un sufrimiento de lo más aparente y acarrean una gran cantidad de sucesos a raíz de y por consiguiente.

El asunto es que los sucesos tan ocurrentes ellos me tienen frito pues su máxima simultaneidad me impide atenderlos a todos con lo cual siempre tengo un déficit de atención y a punto estoy de que me receten el ritalín de rigor porque me siento tan hiperactivo, siempre al tanto de lo que ocurre, intentando abarcar y apretando el paso por las habitaciones, no digamos ya cuando salgo a la calle.

En la calle, para no volverme loco, lo cierto es que no tengo en cuenta. Apenas me tengo en cuenta a mí y mis circunstancias que incluso ellas pasan a un segundo plano para que tomen relevancia los meros impulsos del tránsito y la movilidad que ya se comen, ya consumen la mayor parte de mi capacidad reducida de concentración. Tal es la cuestión, que para evitar ser arrollado por un vehículo a motor, o zarandeado en un choque fortuito por otro peatón despistado, debo emplear la mayor parte de mis recursos cerebrales lo que me incapacita para registrar adecuadamente la ingente cantidad de sucesos alternativos que van acaeciendo sin pausa a mi alrededor, a mi paso, motivados por los comportamientos de otros cientos de personajes aquejados de una enfermedad similar a la mía en términos de actualidad.  Lo que no deja de ser extenuante, que salir a la calle para mí tampoco es que sea como cogerme unas vacaciones de la realidad que me asfixia en mi domicilio, sino que me exige un esfuerzo complementario de acercamiento a la objetividad de los eventos contingentes, con todos sus episodios teniendo lugar y todas sus anécdotas muy divertidas o muy desgraciadas según se mire pasando y dejando una leve estela de recuerdo en los corazones.

Sin duda, todos estos incidentes de los que hablo proveen sus consecuencias correspondientes que pueden llegar a ser demoledoras o pueden no pasar del mero pasatiempo. Causa y efecto. Los efectos de una grieta en la pared que están por verse y de momento se limitan a los puramente estéticos que parece que la casa se resquebraja y corre algún peligro cierto de venirse abajo, pero no pasan de ahí, de la constatación de un peligro o de una incomodidad de estilo. Y esto porque en realidad se desconocen las verdaderas causas y, por tanto, también las posibles consecuencias del inoportuno y desgraciado suceso.

La pintura me tienta. Calibro la posibilidad de ponerme a pintar la pared para eliminar de la vista esa línea quebrada y caprichosa, esa traicionera resquebrajadura que me trae a mal traer. Soy consciente, por otra parte, de mi absoluta y chocante nulidad para los trabajos manuales en general, y me barrunto que de acometer una empresa semejante el resultado final sería catastrófico, y ya estoy viendo los churretones ahí y yo tirando de espátula y el suelo perdido de manchitas redondas o como solecitos con sus rayos  que se colarían entre los mal dispuestos periódicos  y la grieta que a los dos días volvería a renacer con más fuerza y con más mala leche o mala intención, más cabreada, como un ente y no de risión precisamente, sino un ente paranormal que por ahí van los tiros de toda esta disquisición: pero ya llegaremos a eso.

Casi sería preferible que fuera a más y me obligara, de ese modo, a tomar una decisión y a dejar de hacerme estas composiciones extrañas de lugar que no me llevan a ninguna parte. Sería deseable, pues, que el hueco se fuera ampliando hasta que un dedo, al menos, pudiera cobijarse en su interior, y también que hiciera algún ruido extravagante que diera mala espina como de asentamiento constructivo o como anunciando el derrumbe inminente de toda la estructura, la aniquilación completa de la cueva lugareña, el pisito de cincuenta y cinco metros cuadrados, la destrucción de hogar.

Ruidos, lo que se dice ruidos, hay. Algunos. En cualquier casa que se precie los hay, en cualquier sitio alguien o algo turba la placidez, estraga la tranquilidad, joroba y desazona con profusión de mala idea, con un taladro blackanddecker , o por pura casualidad o puro instinto, como hacen los perros ladradores que incordian siempre a las horas más señaladas. O es que al niño se le ha caído al suelo el vaso y se rompe y se hace añicos y quien dice el vaso está diciendo que a la madre se le cae la bandeja llena de vaya usted a saber qué y de qué llena una madre una bandeja que ese es un territorio desconocido para el común masculino de los mortales, más si son solteros como es el caso mío y es que no quiero ni pensarlo. Porque, solo pensándolo por un instante, uno puede concluir que la bandeja despeñada desde esa gran altura estuviera colmada de tazas de café recién hecho o tal vez de tacitas de té de las cinco con su tetera de porcelana con filigranas varias bien pintadas y caras y bien dispuestas con elegancia como las de una romántica urna griega, con lo que el estrépito, el estruendo sería fatal, sería supersónico, sería mortal para el inocente vecino del piso de arriba que está leyendo su novela o intentando conciliar el sueño o directamente dormido ya y soñando con una bella muchacha caribeña, y por qué no. O podría importunar el descanso merecido de una señora que trabaja de sol a sol o muchas horas más y que tiene que dormir y tiene el sueño ligero y si se despierta pues ya se queda en vela toda la noche o toda la tarde si es que trabaja de sol a sombra o solo por la noche en algún trabajo nocturno de esos que encima están mal remunerados porque te racanean el plus de nocturnidad, entre otros, y a ver quién es el guapo que se queja con el paro que hay.

Ah, pero hay que convivir con el ruido, es primordial esa aclimatación, no es posible vivir sin esa cierta tolerancia al ruido ajeno que hacen todos los demás que no te dejan vivir en paz. Es preciso ser tolerantes, tolerar, y luego acostumbrarse uno a hacer ruido también, como uno más, un descerebrado más, que si hay que agarrar el martillo y dar unos martillazos bien o mal dados a la hora de la siesta o quien dice a la hora de la siesta está diciendo a las ocho de la mañana o las doce de la noche, pues se dan, que para eso tenemos los propietarios nuestra autonomía efectiva y para eso uno es el rey de sus cincuenta piojosos metros cuadrados y al que no le guste que se aguante y se resigne, que se baja a la iglesia y le pida al cura que le abra a las doce media de la noche para que le dé un cursillo acelerado de resignación cristiana.

  

2.


Es hora, ha llegado la hora de hablar un poco por extenso de la casa en la que habito, de dejarme de grietas indeseables y probablemente llenas de huevas de insectos minúsculos que luego crecen y se hacen tan grandes como escarabajos peloteros (y que le digo a ella cuando venga y de pronto un escarabajo volador enorme y asqueroso pase aleteando torpemente por delante de su preciosa y delicada naricilla oriental: es mejor no pensarlo ahora). Dejémonos, pues, de imponderables, de acontecimientos y describamos un poco la situación.

La casita no es frágil como la de caperucita; ningún lobo temerario y feroz podría derribarla de un soplido huracanado. Se encuentra en la cúspide de un edificio antiguo de siete plantas más un ático unipersonal e intransferible que es del que vamos a ocuparnos por extenso que parezca. Un edificio construido en esa época del desarrollismo franquista de los años sesenta que tiene sus gemelos a los lados, varias torrecillas que conforman una pequeña barriada en uno de los límites urbanos. Detrás de nuestras casas se encuentra el parque, una gran extensión arbolada que cubre la ladera de una elevación donde se halla el castillo de la ciudad. Esa proximidad a la realidad boscosa y pueblerina del parque vivo y poseedor de un ecosistema que incluye desde gatos y perros salvajes a roedores y aves varias y, como es lógico, un colosal catálogo de insectos de muy diferentes tamaños y de muy diferente peligrosidad social, hace que el simple y llano hecho de abrir las ventanas para ventilar las habitaciones o para respirar el, por otra parte, puro y bien sano-sanote aire oxigenado por tanta planta y tanto árbol adyacente o adlátere, sea un acto temerario que puede acarrear consecuencias imprevisibles si no se está lo suficientemente vigilante, como que se introduzcan a través de esas aberturas ventanales algunos habitantes alados de la espesura que luego no hay quien les haga salir de sus madrigueras nidales una vez dentro de la casa, bueno, que salir si salen para intrigar y maltratar a las personas, pero son casi imposibles de erradicar, que es a lo que me estoy refiriendo.

Tampoco es que vaya a hacerles un plano del caserío. Basta decir que se trata de un típico piso de soltero, algo desastrado, algo o bastante sucio de no pasar el trapo por las estanterías sino cuando ya la insoportable luz del sol hace manifiesta la ruina higiénica de las mismas con un dedo de polvo que, como es natural, vuela y se va filtrando por fosas nasales y conductos bucales y faríngeos y al final uno traga más polvo que si estuviera trabajando en una obra, y, sí, de hecho aquí se trabaja, porque claro que trabajo en una obra, mi obra faraónica, mi gran obra literaria, pero eso es otro cantar y no el de mío cid, por cierto. La casa tiene su pasillo, y tiene su sofá que es cómodo para el apalanque, y también tiene su equipo de sonido para escuchar la música que escucho que es de la que pone de los nervios a los tarugos aficionados a la españolada y que consideran modernos a los beatles. La música que escucho es una pasada auténtica que viene de los  USA en su mayor parte y que suena como un tiro y que, aquí, en suelo patrio cañí, acogota a los amantes del bolero y la ranchera y despista mucho y enfada un poco a los españolazos del pasodoble y la coplilla. Las paredes, incluidos los suelos son finos y dejan pasar el ruido que penetra y horada con fruición, despierta y pone a cien, entorpece las conversaciones, taladra como un taladro que ya hemos hablado incluso de la marca preferida del tocapelotas de turno. Hay un dormitorio y un cuarto de baño, también una cocina en la que no se cocina mucho, salvo en el microondas que no es que funcione a la perfección pero algunas cosas sí que las calienta, lo admito, mal que me pese, y no es que me lo tome a mal, quiero decir el hecho de que el microondas funcione,  que por qué habría de molestarme eso, si no estuviera un tanto fuera de onda y desquiciado, no: me molesta que funcione aleatoriamente para unos alimentos sí y para otros no; o que no es que lo haga así al buen tuntún sino que es que, como no me he estudiado las instrucciones de uso y empleo del artefacto en cuestión pues no tengo ni idea y algunas de sus funciones no las uso por puro desconocimiento y pura desafección, pura vagancia lo llamarían algunos, no sin razón.

Bien, nos quedamos en el fehaciente de que la casa tiene su pasillo, no muy largo que eso no lo había señalado aún, es un pasillo no para hacer deporte recorriéndolo aunque sí que se puede recorrer y precisamente ahí está la génesis del problema, del suceso por antonomasia que ocurre y me está ocurriendo y me ha ocurrido que no las tengo todas conmigo acerca de cómo es posible que ocurra esto que les contaré en su momento. Ahora, confórmense con saber que hay un recorrido en la casa que parte del dormitorio y llega hasta la puerta de entrada. La puerta de entrada es especial, sobrecogedora en un sentido terrorífico, ya que no se adapta perfectamente al marco lo que hace que se vean unas delgadas líneas luminosas tanto en su parte inferior como en el lado de la cerradura que, de noche, pueden delatar a quien haya subido las escaleras del  ático, hasta donde no llega el ascensor y en el que funciona una célula fotoeléctrica que se activa con la presencia humana (o inhumana), es decir, que si de noche me da por echar un vistazo hacia la puerta de la casa y veo luz en las ranuras del recuadro portal puedo claramente concluir que hay alguien ahí que no ha llamado al timbre de la casa y que está ahí esperando algo o simplemente está ahí para intimidar al dueño de la casa (a mí), que sabe que alguien hay ahí (lo sé) pero no sabe quién es el intruso; y no te digo nada si encima el visitante hace algún ruido siniestro como por ejemplo toser o silbar o... ¡cantar! aunque sea en voz baja pero suficiente para ser oída y atendida, más si cabe si se arranca por Rocío Jurado o por Bisbal, porque si cantase una de los Rollings (siempre que no fuera Time Is On My Side) ya asustaría bastante menos, ya parecería asaz moderno y enrollado y, en ese caso improbable, es posible que me diera por atisbar por la mirilla a ver de quién se trataba, eso sí, temblando de la cabeza a los pies y con todas las luces apagadas de la casa y con el sonido de la televisión al mínimo como pretendiendo hacer ver al extraño, al temible acosador que se había equivocado porque no había nadie en casa (¡ah!, en algunas películas de terror, a las que ciertamente soy aficionado, cuando el pobre acosado se rinde a poner el ojo en la mirilla, suele perderlo, ya que el sicópata de turno o le dispara en todo el globo ocular o lo apuñala con un finísimo estilete o algo por el estilo, siempre para supremas aflicción y ruina del curioso propietario). El caso es que en la situación actual, en esta tesitura, yo prefiero saber, así que no me viene mal que la puerta no encaje del todo bien en su marco de referencia, que es algo de lo que me pasa a mí mismo en concreto, que es una puerta inadaptada como yo que lo soy socialmente y no acabo de encontrar mi lugar en el mundo, ni a la diestra del padre ni en el quinto pino, que es donde ahora, dicho esto con singular exactitud, he ido a parar en mi peregrinaje por estos mundos sibilinos y atestados de gente.

Y, no obstante, algo hay de sobrenatural en el hecho este que termino de referir de la puerta que indica y se chiva con su célula policial en marcha que ya se podría hablar de una puerta policía o de un sistema de protección individual que no protege pero avisar, avisa y da indicios de actividad incógnita y amenazadora en grado sumo de quién sabe qué o quién o quiénes que acechan como depredadores, como lobos con mucha hambre atrasada o como hienas famélicas, por realizar una comparación exhaustiva y algo grandilocuente.
Por las noches, veo la televisión, pero desde mi posición estratégica, tirado en el sofá, no acierto a avizorar ese cuadro mortífero de la puerta, con esa potencialidad de disgustar y dar sustos mortales de necesidad que guarda en su perímetro porteño, por fortuna, por suerte no lo veo, que si me moviera un tanto hacia mi derecha sí que estaría en línea directa, recta con la puerta y entonces más que estar viendo la televisión estaría viendo esa otra película más terrorífica, la película de terror del encendido y apagado de la oscuridad, del funcionamiento perfecto de la mencionada fotoeléctrica y tan sensible artilugio.

Viene esto a colación de que sí que es cierto que, al vivir solo, he desarrollado alguna clase de paranoia de las de andar por casa, y nunca mejor dicho, al respecto de los sucesos acaecidos entre las paredes varias de mi hogar.

El pisito, en sus tiempos buenos o digamos que lúgubres por aquello de la dictadura y su olor a sobaquina fresca y a pies hediondos de soldado raso, en sus tiempos había pertenecido al portero de la finca. Qué tiempos aquellos que nunca regresarán, en los que cualquier edificio poco más que chabolista se creía en posesión del derecho a gozar de una portería con su portero que solía ser un lacayo del régimen al que se le concedían las migajas de un puesto de trabajo en lo más bajo del escalafón social con tal de reconocer los servicios prestados al siniestro sistema policial y de delación, con la salvedad de que el de portero era un cargo oficial que incluía sus obligaciones para con la autoridad competente, obligaciones que se reducían fundamentalmente a la realización de tareas de información y vigilancia. Al portero se le proporcionaba también alojamiento en régimen de alquiler de confianza, barato, en el peor piso de la casa, el ático, donde había que aguantar el ruido molestísimo de los ascensores, cuyo cuarto de máquinas estaba encajado en un cubículo al lado de la entrada. Cuando imagino a este portero, no sé por qué, siempre se me viene a la mente el señor Grady de El Resplandor, la terrorífica película de Kubrick. Grady, el vigilante del hotel que se trastorna pero bien y acaba finiquitando a su familia, gemelas incluidas, pobres niñas feas y vestidas con vestiditos idénticos que estaban como para matarlas, es cierto, pero que tampoco era para tanto. Y es una imagen recurrente esta del portero que no puedo sacarme de la cabeza porque corresponde más que a Grady, del que no guardo un recuerdo cierto, a las niñas cogiditas de la mano y luego ensangrentadas y mirando con esas caritas de corderitos degollados y a lo que significa Grady y su maldad y su locura absoluta, su pérdida absoluta de control que le hace arremeter horriblemente contra sus propias hijas, contra su familia, y todo por un sentido de la responsabilidad degenerado e irreconocible que revela una enfermedad mental en avanzado estado, una desagregación, un desarraigo afectivo espeluznante, y, por encima de todo, una maldad antigua que se regodea con sádica alegría en la transgresión de las más férreas normas de convivencia, en la norma primordial que dice que no harás daño a los de tu propia sangre, que no dañarás a tus familiares porque sería como dañarte a ti mismo.

Pero, bueno, esto que digo no me preocupa lo más mínimo e incluso me divierte y me hace pasar un buen rato, porque soy plenamente consciente de que estoy hablando de una película, de una ficción y también de una buena novela. Estoy hablando de entretenimiento, de hechos culturales, porque la novela de King es una pequeña obra de arte aún más que la película del bueno de  Stanley. Y, aunque la leyenda diga (youtube, en este caso) que la película está trufada de elementos esotéricos y casi diabólicos, lo que no es de extrañar, por aquello de la habitación número tal y lo de las inquietantes hermanitas masacradas a golpe de hacha y teniendo en cuenta la naturaleza del argumento tan sobrenatural con el señor negro comunicándose telepáticamente con el niño y previendo la tragedia -lo que hay que reconocer que da mucho miedo-, la verdad es que no me perturba demasiado esa posible relación entre ambos guardianes como para ver al portero de mi casa como un Grady falangista armado con su yugo y sus flechas, además de que no consta en los anales ningún crimen, que yo sepa, cometido bajo este techo ni siquiera cometido en otro habitáculo del edificio en toda su ya larga historia. Ahora bien, ¿quién podría asegurarme que el portero que lo fue de mi casa no era un talibán maltratador que la emprendía a empellones con sus familiares, también con el abuelito, en cuanto que se tomaba un par de copitas de más de anís del mono, que es lo que se llevaba antiguamente, lo que no dejaba de ocurrir con escalofriante frecuencia? ¿Quién puede certificar que no era un chivato y un abusador que cometía incesto con su hijita minusválida? Por consiguiente, puede ser, hay una posibilidad de que bajo este techo, entre estas paredes, por más que remodeladas (y con nuevas grietas) y por más que toda la distribución de las habitaciones haya sido modificada, existe la posibilidad, repito, de que hayan tenido lugar sucesos terribles que hayan dejado una huella indeleble en el tejido del espacio tiempo, una huella de tal contundencia y peso específico que haya perdurado hasta nuestros días produciendo fenómenos fantasmagóricos propios de almas en pena que fueran observables en la actualidad. Es una hipótesis no del todo descartable y de la que, por desgracia, no prescindo, como verán a continuación.

En la casa, como en todas, hay una cohorte de vecinos, una vecindad acongojante, tremenda vecindad, con sus caras vecinales y sus asambleas comunitarias de asistencia voluntaria a las que nunca acudo para que no me vean la cara demasiado esas arpías y esos elementos con cara de picoleto y bigotazos ad hoc. La gente que suele asistir a semejantes conciliábulos, en cualquier comunidad, es la gente como dios manda, de entre todos los vecinos, los que más son como dios manda son los que llenan los asientos de la sala de reuniones. Una de las funciones primordiales, si no la primordial, de los vecinos bien mandados y bien nacidos es la de cotillear y poner a bajar de un burro, a parir y a caldo, a los nuevos y a los que no son como se supone que debe de ser el buen vecino español, de derechas de toda la vida, eso para empezar. De mí, por ejemplo, no les gustaba que viviera solo y que no se me conociesen relaciones estables de convivencia. Las miradas suspicaces, esas miradas que unen maravillosa, milagrosamente la repugnancia, la soberbia y la superioridad con un cierto temor ante lo desconocido que cualquier ser degenerado esconde, trataban de taladrarme periódicamente en el portal y los ascensores, siempre en guardia, siempre aceradas, afiladas, sin concederse ni concederme un descanso, nada de oasis de comprensión o de amabilidad, nada de treguas navideñas o festivas o carnavalescas. La persona española como manda que sea el altísimo y confirma su excelencia el jefe del estado, es decir, el patriota genuino, alma de la comunidad, hombre del pueblo y de pueblo, amante del vino cosechero y la cecina, pertinaz ocupante de las terrazas del barrio hasta bien entrado el mes de octubre, o sea, cuando ya hace una rasca que te corta el cutis, ese individuo con salud de hierro y rostro pétreo e impenetrable, que no se ha leído un libro entero en su vida y considera que los que leen mucho son medio homosexuales, esa persona humana cuyo vehículo a motor parece una extensión de su cuerpo serrano, que teme más sufrir un arañazo en la carrocería del coche que caerse por las escaleras, ese tipo que toma por virtud la envidia, ese hombre, esa mujer, ese dechado de cualidades patrióticas tan del gusto de la derecha gobernante, es el prototipo del asistente a las asambleas de la comunidad. Ya pueden imaginarse que el compartir mi tiempo con semejantes intelectuales no está entre mis prioridades ni mis apetencias. Y, no obstante, algo bueno habían de tener estas malas bestias, algo bueno que es su descarnado realismo, su representación absoluta de lo contemporáneo; algo bueno: su natural falta de imaginación que contrarresta mi fantasía desbocada, que es como un antídoto contra la ilusión y los espejismos. Y contra las apariciones.

Gente que corresponde a la prosa, pero no a una prosa correcta y anglosajona, sino a la del  juzgado de guardia, una prosa de juez de paz, de maestro de primaria, funcionarial, una narrativa de atestado, policial, sin rango, una prosa cuartelera que no sale de paseo porque no le brillan lo suficiente las botas militares. Gente que evita con su sola corporalidad cualquier suceso fuera de lo corriente, que no tiene misterio, gente a la que no se le aparecen los muertos y casi ni los vivos porque siempre va de frente por la vida, que no ve ovnis ni es abducida por extraterrestres con cara de huevo y ojos como pozos de petróleo. Esa compañía que es como un salvoconducto contra lo ilusivo y caótico, que inhibe las frecuencias espectrales y baña de realismo el discurrir del tiempo. Y, sin embargo...



continuará...


1 comentario:

  1. Como comienzo de algo está bien, salvando las alusiones que le privan de atemporalidad, y por tanto, de alcance.
    El asunto es ¿comienza algo a partir de ahí? Porque es un buen principio, pero un pobre final.

    ResponderEliminar