al abogado de Robert de Niro,
un monstruoso lince de los casos abiertos y los estrafalarios precedentes,
un vejaminista nato que aterrorizara a las chicas monas de la fiscalía.
No pudo ser.
Imposible dilucidar si el señor juez tenía esa cara de mala hostia
por animadversión hacia el reo o porque le dolía la barriga:
la defensa era una minoría silenciosa.
Por tanto, la sentencia fue lapidaria,
con el peso de una lápida aplastó el pacífico vientre del acusado.
En la enfermería del penal, una cura de emergencia, sudando de verdad,
con las noches en marcha y los pulmones fuera de servicio.
El Inocente nº 1.522, el Enemigo Público nº 1.522, el Tío Raro nº 1.522...
La mayor parte de sus colegas de infortunio se declaraban inocentes,
aunque a él, a simple vista, le parecieran todos culpables sin atenuantes,
carne de alegato machacante y unánime veredicto,
cómplices de las peores atrocidades y dignos de figurar con letras de oro
en el catálogo inicuo de los más buscados de América.
Desde luego, su posición era incómoda.
Temblaba desvalido sorteando los ojos llameantes de los hombres de frente y de perfil.
En la cárcel no hay gente, sólo miradas oblicuas
que fluyen y taladran la piel como agujas hipodérmicas
(la gente está en la calle, orquestando maniobras a favor de sus mágicas familias
y celebrando el juicio sempiterno de la libertad:
no está para canciones de protesta).
Su abogado de oficio, un tipo sobrio, le recomendaba paciencia,
pero no tenía tiempo para apelaciones.
Apenas discurseaba un poco haciendo referencias incomprensibles
antes de desahogarse con alguna de sus enérgicas iniciativas
(en su jerigonza, cualquier minucia procesal de mero trámite).
Cubría el expediente; un chico reservado
que aparentaba estar sufriendo un proceso de superación personal,
es decir, que se veía superado por las circunstancias.
Al cabo de un año, los pájaros seguían afeitando las mañanas con sus trinos
y los profetas médicos continuaban recetando infusiones de esperanza.
A un tiro de piedra, los árboles armados* de la primavera
(en pequeños grupos para no llamar la atención),
escoltaban la curva del arroyo,
donde la hierba soltaba escupitajos de rocío.
Cuando el fiscal se zampaba un solomillo a la pimienta,
el maco trasegaba sus migajas,
cuando empinaba el codo a mayor gloria de la legalidad vigente,
entre rejas se registraban incidentes violentos.
Una rutina pasmosa.
La vida circunscrita a un patio de monipodio.
Recordando a Víctor Jara,
fantaseaba con desalambrar los muros cananeos del establecimiento,
derrumbar las torretas panorámicas y escapar por el campo atardecido.
Necesitaba un cuerpo de marines
y un alma gemela a la del Conde de Montecristo,
una apisonadora de fascistas y también una escoba voladora.
Lo que no fue factible.
*Su glauca capellina y la panoplia entera.
Kitty, Daisy & Lewis, 'Mean Son of a Gun'
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