Torquemada improvisa discurso electoral:
¡Votadme, hijos de puta, malnacidos!,
y los feligreses ponen de inmediato a sus santas madres en remojo,
tal es su sintonía con el líder.
Así bufan los transistores de la mañana vernal
desencadenando un niágara de ondas jorobadas
sobre la flota de taxis y las paradas del bus.
Contra las farolas, pugna un pedazo de luna entrometida.
Los trabajadores acarrean su pesada mecánica por las calles
imbuidos aún de la mentalidad del sueño,
ese factor de irrealidad donde pobreza y dolor se difuminan.
El candidato raya el disco por enésima vez;
roza la virtud con una palabra discreta y la niega de súbito con otra más precisa,
suplica profundidad y apenas chapotea en los peores charcos de la historia.
Diversas percusiones intoxican los tímpanos.
La sociedad se agita en sus elevadas catacumbas
con la zarabanda que parece un círculo vicioso
o un circo americano de fieras y payaso aterrador.
Los primeros perros esparcen su alivio
por el escenario milimétrico de las humanidades,
con sus amos, tan serios, intentando eludir la vigilancia ciudadana.
Hay un espasmo de fecundidad en cada oscura roca.
Una frecuencia literaria invade con sus grandes sentimientos el paisaje común.
Entonces, todo el apocalipsis baja en piadosa manifestación
acaparando el ancho de la vía láctea.
Falsos aquelarres tienen lugar.
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