relatos, apuntes literarios...

jueves, 3 de abril de 2014

(azealia) primero el nombre, luego el amor

 
Pues escribir un poema es pagar un precio por no se sabe qué...


Tener el nombre es abracadabrante. Es tener la contraseña.
Cuando menos. Algo evangélico, algo cobrante. Es la elucubración consentida,
un llamativo, es, por tanto, para hacer apostolado y conseguir adeptos.
Tener un nombre es indispensable para fundar una religión o instaurarse un amor.

Antes hubo otros nombres terminantes, flagrantes, sorprendidos in fraganti
y en el acto de ser honrados, renombrados, solicitados a voces. Llamados al estrado
poético de muchas formas dulces, nunca en la picota, más encumbrados al límite
de sus fuerzas, hasta la eyección de sus facultades, exprimiendo sus dotes
que eran tantas por sus reminiscencias y todo aquello que evocaban de repente.

Cualquier absurdo nombre enseguida se revierte y acaba en un diminutivo o un apodo,
un nombre falso se dice ¡tierra trágame!, es lo suficientemente confuso, casi se apellida,
casi anónimo como una gran novela antigua, casi grafiteado por ahí firmado en sánscrito.

Antes fue Rosario que era un torrente, pero no de voz. Rosario era una sólida presencia,
una piel enorme en la pantalla, un lenguaje veloz; sus piernas eran
kilómetros de celuloide infatigable, sus labios un misterio sin guión. Su nombre era un letrero
gigantesco en las colinas de Los Ángeles a la vez que un anuncio luminoso en Broadway;
la intervención genuina en el show de más audiencia:
el prime time de Janelle multiplicado por tres.

Y Rama era un invento demasiado sencillo para cotizar fuera del barrio y sus escaparates, fuera del parque,
lejos de las zarpas y las fauces de la tempestad. Rama existía en función de la bestia suelta
que desataba pasiones como atracaba bancos a mano armada hasta los dientes. Era demasiado perfecta
para ser una princesa creíble, no era cómodo imaginársela recorriendo ella sola los pasillos
de palacio, ni en una recepción rodeada de damas invencibles.

En cambio, Janelle pudo ser mágica, con su peinado al rock tan irreverente, tan limpio,
y ese cutis poderosamente inmaculado. Janelle era la artista, la madre del ballet, el robot emocional.
Un ser abrumador nacido para extraer el triunfo como el oro de la mina;
oh, su férrea voluntad, sus pies mentalizados, deslizantes, sus zapatos
de diva en blanco y negro, su raza única, su única potencia solo suya elevada al secreto.
Y sin embargo su nombre restaba dramatismo al cuadro, se notaba un nombre redondo, un nombre artístico
que no fluía en el cuento, se atascaba un poco, y hasta a la bruja le costaba pronunciarlo,
en exceso apegado a la realidad.

Y es que tener un nombre acreditado -¡albricias!- es tener un tesoro a pleno sol. Es un puñetazo
en el pecho del alma, que ya puede quejarse con bastante pretexto y señalar
un culpable de su anhelo, de su fiebre y su termómetro desencajado, su mercurio galopante;
el nombre es la razón crítica, la primera piedra del complejo residencial, del aeropuerto
menguante, el primer paso del bebé, el primer beso de quién.

Por eso es tan prudente escatimarlo, reservárselo como en un bolsillo interior
cerca del corazón; así es como irlo modelando a golpe de latido, irlo empapando en sangre,
que se beba la sangre, que aprenda el ritmo. A veces resulta frustrante tener un bonito nombre
en la punta de la lengua y carecer de voz y de carácter para escribirlo, por ejemplo, en este verso.
 


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