Comienza a arder la luz, el aire se recuerda. Vibran las
caravanas, un gigantesco auto acelera
en la pista. Los hombres han conquistado la velocidad y
se muestran felices como gente feliz. Ahora
hay que correr a cualquier parte, la consigna es:
deprisa. Los hombres han domesticado la luz, la llevan con correa
la apagan y fabrican semáforos inteligentes. Los
automóviles en manada, aborregados, abotargados, simples
como números, matriculados en serie como asesinos en
serie, débiles. Este sistema económico es rápido
para sus operaciones comerciales, rápido para sus
transacciones, rápido para sus despidos y sus contratos basura.
Entretanto, la basura se amontona en los jardines, en
cualquier parte menos en la carretera nacional.
Hay que correr, darse prisa. Los semáforos instan una
revolución tangente, convergen varios en su lista
negra, buscan su lucimiento individual, el peatón más
recto, más atento a las señales, el ciudadano formidable
propuesto para una medalla y un sepelio controlado. Los
coches bajan de precio, salen a cuenta, se producen
y generan industria, puestos de trabajo para personas
ocupadas y extremadamente competentes. Los coches están
a la que salta, última generación, la generación perdida,
la degeneración más absoluta con sus complementos, equipados
con toda suerte de metáforas formales. ¡Ah!, es que son
máquinas miserables que no tienen corazón. Si partiésemos
de ahí, de la base. Hay máquinas que tienen corazón, como la cafetera, la lavadora tiene
su corazón tan blanco,
la máquina grande que existe en la fábrica de papel, con
sus rollos y sus rodillos gigantescos y descomunales batiendo
el cobre, también las impresoras, máquinas que escriben y copian y recalcan,
máquinas que envasan al vacío algunos alimentos deprimentes,
que también disfrutan de su corazón de oro,
su corazón de carne, su cuore invencible y animal,
máquinas que son del dominio público, que fabrican bienes
de primera necesidad que no son automóviles, camiones con
sus ruedas de repuesto
y sus ejes hipnóticos que transportan mercancías como
trenes de juguete;
luego los robots con su inteligencia emocional artificial
que tienen un gran corazón cosido en chapa,
modificado, articulado y casi sangrante y casi palpitante
con su latido y todo que es un reloj y su tic-tac romántico
su aceitosa melancolía, sus manos fuertes capaces de
arreglar la televisión, capaces de arreglar las cañerías,
hechas al cortocircuito como a la fuga catastrófica. Y el
día que se acaba y los coches que siguen a lo suyo, a su paso
constante y acucioso. De vez en cuando ocurre un choque
precisamente a causa de la premura y las leyes de la física,
tan inmutables como si fueran ciertas, como si fueran
órdenes. La sangre, entonces, se hace cargo, y se escuchan
alaridos y tenues gemidos de los agonizantes, pero
depende. La sangre siempre dice la verdad, aunque los médicos
traten de silenciarla o desviar la atención.
Esta
es la breve introducción al poema. Que trata del Amor.
En un tiempo no existía esta velocidad, este aspaviento
cruel. Las muchachas festejaban y parecían nuevas sus bocas
al amor. Ese tiempo era hoy. Cuando ella fumaba su
cigarro y el humo del hachís culebreaba y caracoleaba y se dejaba
de historias infectando el aire puro de la maquinaria
celeste. El aire era tan puro y había que estudiarlo y que afectarlo
de algún modo soez. Los padres lo sabían y habían dejado
de preocuparse. Azealia -o alguien que se le parecía
un rato- apuraba su primer crimen de la tarde, el polen
discurría por su garganta afónica y le inspiraba canciones sin cuento,
sin tregua, sin concierto. La banda era un DJ acalambrado
con barba de una semana y ojos de tres meses sin dormir bien.
El público se acercaba con tachuelas y fanfarrias y al
ver a la Princesa se desmoralizaba, huía entre descalificaciones
y horribles insultos porque no había ido a verla a ella,
no quería su belleza ni su especial categoría artística,
su ranking ni su zona bruta (que se extendía a través del
bosque y los habitantes del bosque -qué callados-),
solo tenía interés por la música vehemente que surcaba
los patios de vecindad como en tierra enemiga.
Esto es que el público, la gente se volvía medio loca al
tener noción del canto tenebroso de la garganta
que soltaba perros de pelea, no querían ver las velas
encenderse y provocar incendios intencionados a discreción,
preferían no volar por los aires, preferían la velocidad
de sus cacharros automáticos con sus caballos nada sudorosos
de potencia, limpios y solo mínimamente engrasados para
su funcionalidad y su energía. Y cuando comprobaban
en sus propios nervios que ella se sabía la letra de
memoria no encontraban respuesta que ofrecer.
Suerte que Azealia -o aquella otra muchacha tan hermosa-
paseaba en su carroza tirada por cuatro purasangres
que no resoplaban demasiado, se comportaban con
extraordinaria educación, ni levantaban polvo ni echaban espuma
por la boca, mantenían un ritmo acompasado, armónico,
castañuelas en los cascos, bien enjaezados, guapos,
y ella como una reina tras su velo gris. Porque luego
ella iba caminando y detrás suyo un desfile de esperanza, una radio
que instigaba y producía beats de terciopelo, un motor
más íntimo al que nadie adelantaba. Soberbia su dicción,
su arquitectura fónica; frases desertoras de un silencio
adecuado realizaban el aire a su alrededor, silueteaban
el espacio entre una sombra y otra, entre la luz y el beso
que volaba desnudo hacia la salvación.
La Princesa repetía un mantra informal, golpeaba sus
labios contra la distancia. Su viaje terminaba cerca de una estrella,
pero seguía bailando. Bestias de carrocería infame
acechaban sus pasos lánguidos, odiaban su victoria en la odisea final.
Y ella hacía escala en el Vaticano para conocer a dios,
tomaba América por las solapas
y se moría en África como una niña enferma de calor.
Ponía un pie en la Luna desde su banco sucio en Central Park.
Su corazón latía desbocado, máquina para el desguace
sentimental, su pensamiento recorría raíces
hasta el centro de la tierra, alcanzaba la cruz de la
galaxia donde las estrellas se rozan y acarician sus coronas de fuego,
sus manos rescataban patrias, alzaban bienes, quemaban
las banderas de los padres fundadores,
repartían el pan entre los muertos. Su boca era una voz
de tono trágico que anunciaba el retorno de la Historia
y se comía el mundo.
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