Esto es la soledad. Un somnífero en el desayuno. Un escaparate
luminoso para la muñeca rota.
Desde su atalaya de la calle ciento dieciocho, allí donde
Ira habría sorteado una niñez estresante,
Azealia divisaba el regateo de las armas cortas, la fibra
de la noche.
Tampoco el KRIT acudía a su ventana a trocear la luna que
azulaba el parque. El rap pasaba de mano en mano
y se detenía en un portal cualquiera porque había voz. Sabían
que un beso cortaría el hechizo:
el parque retornaría al parque y los gorriones volverían
por sus fueros tibios, sus caminos de plata, las ardillas,
de pie, surcarían la plenitud del lago. Estas nubes
nocturnas no tienen cabeza, se mueven por omisión del cielo,
descienden por la sombra hasta tocar el hueco.
Hacia la pureza, Azealia logra un suspiro a contraluz.
Nada más lejos de la luz que el beso terco en sus labios mojados,
vivos como estrellas. La zona ha muerto y ella descansa
ahora, todo el día dormida detrás de los visillos
esperando un alma. La luz abduce espíritus, los aspira
con su motor de fuego, los hace girar en su ruleta aérea.
Las divinidades cabriolean, dan vueltas y ejecutan
piruetas pirotécnicas sin quejarse apenas.
Y su pequeño suspiro es un beso platónico, un amor como
si fuera ciego o le faltara el brazo izquierdo, una mirada.
Desaparece la música; se convierte en un clamor general y
más humano cuando
llegan los hombres que han salido del trabajo, las
mujeres que han salido de la fábrica.
La fábrica que produce miradas perdidas.
En la calle hay una máquina del amor, pero no un aparato
que sonría. Las chicas se aceleran el pulso
con precaución. Es un encanto con esa voz tan próxima;
reparte ramos de una flor que nunca se ha probado
para el pelo, para la forma de un deseo. Estos besos
salen pálidos en la fotografía, todos tienen mala cara
de haber estado solos, trabajando a destajo en el amor.
La soledad bordaba su soberbia, su altura. En cuánta
ausencia se acunaba el eco, la palabra ajena, sin recuerdos
que ponerse por escrito, sin historias que contar junto a
la hoguera bajo el tremor real del firmamento. Sola,
Azealia contemplaba su espejo desde la profundidad de un
sueño hermoso. Pasaban las horas
y el aire había echado a volar.
Tantos poetas para tomar nota de una lágrima. Tan poco
tiempo para la eternidad. Un minuto a su lado,
el instante que falta, la última reserva, el reducto del
arte. Sus ojos que hablaban entre líneas, sus labios quietos,
vivos como parte de una sombra, muertos como almas al
borde indefinido de otra luz.
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