Azul. El cielo, más azul que el gris, parecía pensado
para ella, para ponerle un marco inexpugnable a sus ojos
grandes como una plaza nueva, blancos como un fuego
invisible.
En el parque, que era un campo sin límites, la vista se
perdía y a su regreso inventaba horizontes,
reventaba líneas paralelas a la superficie de los mares
y salvaba vallados agresivos con un leve trasteo. El
parque en medio de la ciudad contaminada en su gloria,
atormentada por la sed del mediodía, revendida al asfalto
por un puñado de humo.
Una sombra que gasta inútilmente: he ahí el hombre, el
ciudadano. Ella circulaba sin gastar
o sin parar en gastos: la sonrisa pegada a la nariz,
oculta bajo un rombo acústico (pues lo material no es de su incumbencia).
La sonrisa en su hamaca sesteando la noche que no acaba
de librarse del calor. Y detrás de la boca
una fertilidad de dientes blancos incisivos y regios para
comunicar la infinita dulzura de su pecho, que hay un corazón
acelerándose, vivo de tanto amar, grave propietario de un
latido exigente, un corazón sentimental
al rojo vivo de sangre y de salud.
No hace falta adentrarse en la hierba para leer el futuro
o demostrar compasión por el género humano.
El amor es un arte que parece que sangra, da esa
impresión.
Sería justo proteger su inocencia con un millón de brazos;
que pudiera entregarse a la meditación que concierne a los espíritus radiantes,
concentrarse en un punto del dolor del planeta, alzar la
voz para llamar a filas a los ángeles del pueblo.
Nada de soledad; una asamblea de nubes, una conmoción de
pájaros. Su nombre escrito en la pared siempre a la luz,
este nombre de flor inapelable, nombre para empezar un
verso o terminar una oración humanitaria dirigida a la patria en el exilio.
Azul. La primavera iba tejiendo espacio pensando en su
mirada. Ella filosofaba, crecía como un árbol,
se anunciaba con un palmo de actitud: la honestidad que
se funda en la inocencia. En el parque, el poeta conversaba
con las hojas caídas como seres alados, descendía otro
peldaño de su abismo inconsciente; tenía tanta música dentro
que adoraba el silencio, apenas un preámbulo de otra
melodía. La verdad se le mostraba a veces
en todo su monstruoso esplendor, espantosamente bella. En su interior, el parque racionaba la tensión
del aire, se agrietaba, grisáceo y terminal, emitía su onda
combativa. Ella pasaba en su carruaje de hada
y él imaginaba su cabellera morena abrigando los ojos,
sus labios abocados a una lengua maravillosa,
y besaba su mano idéntica a la carne, pero su mano era
una sombra en el espejo,
la propia del beso derribado.
Ni el amor era el amor, siquiera era la sombra de una duda. Era solo un poco de amor, todo el amor,
y era bastante.
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