Silban las balas líricas. Se ha desatado una epidemia de amor
que alcanza
las barriadas, los barrios lindos, las alamedas, los
trozos de pradera trasplantados al horno ciudadano,
el césped ceniciento que acaricia las últimas colonias de
la urbe. Nada más que polvo guarda este sentimiento
entre las manos. Así se enfrenta contra las placas
sucias, ordinarias, contra los cables de las hordas negras,
sus cascos, sus disparos al aire que ejecutan pobres, sus
palabras cordiales que astillan y desmenuzan cráneos,
rompen huesos como buitres, hienas impensables.
Todo son banderas blancas rodeadas de besos. La melodía
de este gran espacio borda su ruptura,
se desgaja lentamente del tronco cultural que boquea
fuera de su línea de fuego, por fin desarraigado.
La novela del tiempo ha sucumbido a su final auténtico, infeliz.
La predicción era correcta,
siquiera algo desfasada, algo distinta. Hubo un oráculo
exacto, varios que adivinaron la pereza de los hombres,
anticiparon el tedio. Oh, vigías del miedo, párvulos con
sus estuches y sus libros heredados del futuro.
Los periodistas se habían merendado la paz. Los militares
habían recurrido a su ignorancia.
Los médicos eran tan pocos. Los obreros vivían en su
mundo aparte arreglándose los coches,
charlando de motores y de vías con las manos manchadas de
petróleo y no de sangre.
Actores hubo que interpretaron obras sin autor, sus
improvisaciones del momento, graves y sinceras.
Autores hubo que escribieron grandes obras sin personajes
reales, imposibles de representar.
Se dieron entrevistas irritantes, se repitieron las
consignas, nadie habló de la inocencia,
que era un pasión inadvertida, superada, bastante
desacreditada y poco adulta.
La pequeña salió a la calle con una bandera roja (nueva,
tan blanca) internacional:
la bandera que se entiende al otro lado del norte,
que se extiende de un lugar a otro lugar. Su éxito era el
fracaso del poder, su proeza, la realización de un sueño.
En volandas recorrió las avenidas hasta situarse en la
primera línea.
Cuando empezó a cantar, su lengua se acuñaba en el
recuerdo. Ya la seguía un coro de naciones,
una nación de héroes.
Ella brillaba sobre el fondo del humo y la batalla, su
voz reinaba sobre el fragor impúdico del arte.
Caminaba sobre el agua, descalza como una virgen
indígena, noble como una estatua antigua Y su cabello
era solamente una promesa. Dijo que la verdad cabía en
una escudilla de barro;
dijo que la verdad comenzaba en la tibieza nívea de sus
ojos, en su rabia por el amor cansado de llorar su vigilia,
su amor por cada lágrima vertida en el desierto efímero
de un verso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario