Fuera de palacio, por el barrio, en la ciudad antigua,
hace un poco de calor que no es bastante.
Un autobús hacia ninguna parte, parada tras parada por la
infinita avenida, algo como South Presa en San Antonio,
donde la chica milagro hacía de las suyas. En el cartel
puede leerse: no se obran milagros hasta
la hora de la cena,
es decir, hasta que empieza a cantar. Aleatorio,
arbitrario. Keny hace milagros con un solo de voz.
Hoy es natural decir su nombre, escribir las cuatro
letras de su nombre, pronunciarlo de esta forma con un énfasis
parecido al acento, vagamente indiscreto, positivo y audible.
Pues ella no puede negarse al verbo desde su lugar en el arte
(una frase más, aunque encierra el esbozo de un atisbo de
verdad, la verdad que se agota en la boca del ciego).
Esta chica milagro no puede ocultar su discrepancia. No
impone sus manos poderosas, impone su voz
que se extiende hasta un campo de nubes e ilumina las
cumbres con su estilo. Se dice que nombrarla
es jugar con su espíritu, tenerla entre los labios, pero
es
derribar con un soplo transparente una columna de
aliento, nada menos.
Los poetas suelen causar dolor de cabeza en general, en
el público causan estupor y malestar,
no grandeza. Un malestar indefinible que se define muy
bien: su poesía no es que abrume, es que es la antesala
de una sinrazón, de un funeral a dos velas. Como sabía Gombrowicz,
el poeta es ridículo porque su obra lo es a ciencia cierta.
Que se pasa el día fantaseando palomas níveas cuando son
animales erróneos, como creía Tesla antes de enloquecer.
La dignidad es precisa, no perderla sería deseable: no
realizar fornicaciones insensatas con el lenguaje por bandera
ni inventarse un idioma a salto de mata para dar impresión
de genio temerario.
Tampoco es que sean fingidores al uso, por más que ella
los encuentre aburridos y zafios, anafóricos e insanos,
no es que sean actores de segunda interpretando papeles
secundarios en producciones de segunda fila.
Existe una subclase esclava del amor; su clave es un
latido, su sello un corazón rojo de sangre en vano derramada. Ellos
no seducen, ni hablan con serenidad, nunca sonríen; su
sello es también un lágrima derramada en vano, tatuada
en la mirada, en el tic de la sonrisa o en el beso. Ah, pues
sus besos son estómagos agradecidos.
Dos veces ya escribir su nombre, de nuevo hacerlo y
esperar el efecto, la elevación del verso. Keny se halla fuera de palacio.
Lleva una camiseta negra sin mangas y sus brazos son
flexibles y bonitos. Silba una canción sencilla y una legión
de chicos la sigue, salen de los callejones, salen de los
portales, de la comisaría. Hay un botellón de humo
que flota como un alma gigante. Ella sopla y una dulce
columna de aliento es derribada, canta y abre expectativas,
señala el camino como una estrella fugaz. Ha dicho amor.
Ha dicho Amor con un soplo de voz. Brilla un deje de
acero en el alma que rima con sus ojos. Es la artista que triunfa
más allá del horizonte. Ha dicho libertad, ha dicho
hambre, y luz y sol y gente. Ha dicho que está enamorada
(pero nadie lo ha oído). El futuro es un mensaje grabado
en la pared de una celda, en la arena de la playa,
en la puerta del baño al lado de un número de teléfono.
Un mensaje que dice: la poesía ha muerto,pero está dormida.
Y no es una broma, tiene otro sentido.
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