Hay un camino que desciende. Es el
camino hacia la soledad. Algunas rocas ígneas
de ciencia ficción. Un descenso de
moda porque el infierno tiene su tirón, engancha con su modernidad,
su aguja y su tridente, la delantera
perfecta.
La soledad elimina problemas por la
vía rápida, es un destino aparente. Nadie molesta,
solo la mente que se ofusca, suele
empeñarse en esto o aquello, suele recurrir al recuerdo
y lo hace con frecuencia inelegante.
La mente apenas fantasea con otra cosa que no sea su memoria,
su inventiva es demasiado previsible,
¡que inventen ellos!
Los días se suceden en la soledad más
absoluta, con gran notoriedad, con zambombas y clarines,
son días de fiesta en los que suenan
trompetas apocalípticas y los volcanes se menean
como zombis con el baile de san vito.
Que no, los días no pasan desapercibidos,
proceden a realizarse con todas sus
consecuencias, cada segundo tiene su nombre, dura.
La soledad supone un cambio brusco
conforme a la costumbre, el ajetreo de las calles atestadas de gente.
Las chicas con sus vestidos, sus
peinados; los autos que a regañadientes refrenan su lujuriosa mecánica.
El ruido. Una de estas cuestiones de
actualidad es el ruido, que no es incompatible con la ausencia
casi infinita de todo; sin embargo, el
ruido puede ser un ingrediente clave
en el proceso de privación sentimental
que supone el aislamiento.
El camino hace sus curvas, da miedo
también, baja al Southern Reach para que no se sepa dónde acaba.
Se echa de menos a las bestias
ciudadanas con sus andares directamente sucios, la suciedad
tampoco es incompatible con el triste
abandono, pero no ayuda recordar la tumba de Boris D.;
es más útil especificar un espacio
inmaculado y medio sobrenatural, sin invasiones. Una habitación
blanca -que puede ser enorme- de
techos semiderruidos y con sus enseres por el suelo,
alguna mancha y el olor a
desinfectante, algo aséptico.
Puede ser de noche porque a la
claridad no le incumbe el momento, ella permanece encendida como una luz negra,
cenital y absorbente. Se trata de un
trámite confuso en el que quizás se encuentre un libro abierto,
quizás se escuche un disco compacto,
un vinilo renqueante y auténtico, Nas saliendo de un mal sueño,
Azealia vestida de colegiala sexy, el
mismo Dr. Dre dando botes por la avenida.
El camino se oculta, disminuye su
cresta. Los espejos no dicen la verdad,
mienten como casos reales,
instantáneas tomadas por una mano muerta, como cualquier palabra
dicha con propiedad a partir del
silencio.
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