El verso no decía ni se significaba,
permanecía en un segundo plano, lejos de la realidad,
al otro lado del concierto
multitudinario, fuera de foco. La luz le hacía daño, sus ojos como
interrogaciones
se preguntaban por el porvenir, listos
para la siguiente epifanía. Carraspeaba el verso como un viejo fumador,
sus dedos amarillos tamborileaban nerviosos
sobre un manto de silencio. Frente a la integridad
de su belleza, su rostro angelical, su
fotogenia, el verso se arrastraba por la escena con esa timidez contraria al
espectáculo.
Claro que el verso -en su línea- se
guarda un par de besos en la magia. Sabido es que las caricias vuelan
y son bien recibidas (en general). Aquí
tenemos una piel hecha a imagen del aire, consagrada,
piel que vocaliza su encanto, se
distribuye en una lluvia de admirable tacto. Esta piel que desborda anuncios
luminosos,
que mana como luz de imaginarias
fuentes, estrella de frecuencia insólita, igualmente en su espíritu advertía el
canto.
Cada pájaro es una palabra que se
concatena, enlaza con el símbolo, silba su propia melodía.
Cada piedra. Cada árbol. Cada brizna
de hierba destinada al temblor. Todo signo ocupando su espacio en el desfile
del año.
La absoluta confianza del amor en sus
labios que brotan y no están, surgen del cielo.
El tesoro argentino de su boca
tendiendo puentes sobre el arco iris, su colmena invernal solo de reinas,
la punzante anatomía que deduce su
sombra. Esa violencia del terreno vacante, esta libertad tan inequívoca,
ausente;
su marcha a través del pensamiento que
utiliza al poeta, lo golpea con un plúmbeo martillo de rabia enamorada.
Aquí viene su nombre por no decirlo
todo. Ella por no ser, por no tenerlo a mano y no tocarlo con la mirada
perdida.
Su nombre aparte, en su rincón del
centro de la vida, obrando términos como milagros, sanando
almas enfermas de miseria estética.
Hacia el inframundo de las opiniones desoladas, malas opciones del corazón
que late más despacio cuando ama,
cuando llora su olvido o entiende la rareza del poema.
El poema para ella, como todos, de
frente. Frente a su verdad de oro, frente a la melancolía oculta en su tímida
presencia;
entre sus manos creadoras de paraísos
y selvas; es el arte que la tiene en su punto de mira, que recuerda
aquella indefensión de su inocencia,
su querida infancia. Es la levedad del día que rubrica su andadura
con callado estrépito, eco del
crespúsculo inmediato. La verdad es un giro planetario, formidable física
que no se descompone y permite el
entusiasmo. Pues dice la verdad cuando fracasa en la lucha,
cuando triunfa en el corazón exhausto
del espejo. Y el poema la adora, busca un verbo que la exima de culpa,
remarque su fragancia, un verbo que no
muera al caer la noche como un telón de acero,
que no muera.
Versos que se autodestruyen en
contacto con la poderosa acústica del hambre o vagan lúdicos
por dobles pergaminos que son diarios
eternos, estrictas copias de un libro inacabado; salmos vanos, épica para ella
que no sabe quién fue, quién pudo amarla
tanto como para infiltrarse en la historia, como para soñar
con la felicidad de un río sin fondo.
Es el arte de fuego que la ama reducido a cenizas, en su urna,
musitando una palabra firmada por el
viento que no es Amor,
ni nadie que se le parezca.
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