La melodía termina antes de empezar el
verso. Hay una visión: un poco de cielo se ha metido en el mar,
se ha mojado los ojos. La melodía se
estrena y no tiene fin, recorre apartados riscos.
No es para bailar, es una base clara
de hip-hop con sus niveles de ritmo, sus detenciones, su franca batería.
Los chicos la bailan con el joint en
la boca, sin moverse del puesto. Es la quietud
del sofá la que alardea de valses,
como el abismo que se abre bajo los pies de la página en blanco:
muy deprisa hacia abajo las letras se
desmandan, aceptan donaciones espurias, frases hechas de lado, medios
de comunicación. La música rompe con
la trama inédita, el sosiego fatal, con esta montañita de flores
agobiantes, se contrae o se contempla,
ajena a la divinidad.
En otros cementerios de dioses faltan
las cruces. El agua llega por la rodilla de la fe, cubre demasiado.
Allí escuece la música como si fuera
un grano visceral, una úlcera de ultradomingo, cuando se come bien. Tenemos
una banda y una mesa de mezclas que
funciona al revés; la banda se revuelve en su ataúd de plástico
flexible, en sus cuatro ataúdes que
cruzan por el paso de cebra en un famoso injerto tan real. La foto es la
postura
relajada del tempo, que es como el
tiempo sin agujas en la piel.
Después de todo, echarán humo las
chimeneas y los pulmones y habrá acabado la fiesta. La fiesta comenzó
con la primera hostia, el primer
sufrimiento involuntario. Qué decepción. O sea, que la vida era esto, eso que
pasa
y no se lo merece. La mancha en el
mantel, la mancha en el jersey, la mancha en el pantalón de pana,
la que no se va. Y el olor de la
iglesia que rumiaba su indecencia, su pasteleo económico.
Garitos a los que no llegaba la mano
firme del rock.
Por la calle, la vida era una morsa,
algo informe, un informe judicial: vaya patada en la puerta. Las chicas
resoplaban, los chicos resoplaban,
ardía el réquiem automovilístico, su inanidad sonora; las aceras jadeaban
como pura sangres. Mucho aliento
masticado. En vano situaba sus piezas la mañana antes de salir el sol;
ya la tarde se cernía y exhalaba horas
muertas, vomitaba la comida nauseabunda mezclada con anís,
unas gotas de té. Descendía el ocaso
entre algodones, con un riff. Las madres silbaban con dos dedos en la boca
y el mundo se cubría de puntos ciegos.
Hubo una voz detrás de cualquier
árbol, tras la cortina de agua de la fuente, tras aquel rayo de luz;
la voz constaba de frecuencias
inauditas, una voz animada que llamaba a la calma. Las flores estaban allí para
quedarse,
magnolias, dalias y ribetes de azul,
explosiones internas de color, el radio de la noche medido a contrafuego,
altas rimas. A la vista la naturaleza
y su fracaso, la entropía probable y su enfermiza bondad. Los tipos del machete
fumándose la goma. Un coche procedente
del aire, la música que burla la avenida
en tres acordes, Rapsody y su crew: el
flow flotante de la urbe vs. la probidad del gueto. Un soplo alcoholizado
hacia la profundidad de la altura. Y
el firmamento, que viene a ser de pega
como una canción repintada de blues.
No hay comentarios:
Publicar un comentario