¿Por qué el poeta fue abducido por una
guitarra eléctrica justo antes de la felicidad?
Estaba el arte agotado en su peana,
disoluto, cuando empezaron a caerle horas encima
como números primos, tan
escuchimizadas. Al paso de los años, comenzó a sentirse bien
y a sazonar de estilo las miradas
perdidas. Su espectáculo a tres pistas como el gran circo americano:
una en la escultura, otra en la
pintura, la tercera en la música.
Así que el poeta quiso añadirse a la
forma, quiso añadir forma a la performance y presentó una telaraña.
Los versos caían encima del arte como
sondas geográficas o bajo la superficie (no se sabe aún), caían
indecentemente, con resuelta lentitud.
Su polisemia cogió desprevenida
a la pintura, su rima desconcertó a la
música, su trama intrigó sobremanera a la terca escultura, tan instalada de sí.
Crecía el verbo exuberante para pasmo
y experiencia de la crítica, público espanto. Las revistas se rifaban
su nombre en la palestra, humeaban los
teletipos modernos, incendiados los mails, las cajas de música a reventar
de piano. Entonces entró en foco la
publicidad (¿o fue la autoridad?) rompiendo la cadena
con su puesta en escena enérgica y
feliz, tan del gusto. Y fueron sucediéndose los anuncios rastreros,
las faltas de ortografía, la funesta
presión del solecismo y el teatro burgués.
Las muñecas, los chales por los suelos
como arroyos, nada en posesión. Las muchachas a sus cosas:
sus paseos dominicales, sus estrépitos,
sus libros. La danza arrinconada, casi estereotipada en flases de concierto,
fases clínicas. ¡Oh, la espontaneidad
de la tosca materia! El desparpajo elegante del lenguaje común, la renta del
argot:
en el argot del barrio, un trompo era
un billete grande, cuatro, una fortuna sideral. Así se borra la historia
de los páginas bellas, exactamente de
este modo abúlico y servil.
Estaba el arte dilatándose de parto,
con sus contracciones monetarias y su estocolmo residual. Por cierto
que parió un ratón gigante como una
montaña rusa, tuvo gemelos en dibujos animados, se montó una farándula
para el cómic, mafia de soñadores.
El poeta todo lo grababa,
detectivesco, lo anotaba todo en su libreta anaranjada que llamaba la atención
más que unas rastas. Metódico, se
asomaba a los oficios sin intención de trabajar, se asomaba a las iglesias sin
intención
de un padrenuestro, sin motivo,
sonreía a los bebés bien alimentados (que invariablemente apuraban
sus gestos de superioridad). Escribía
dádivas y cuentos, herejías, dilemas. Se enroscaba en la noria
plateresca o volvía a las andadas por
su pie.
Al quinto aviso tronó la tormenta y se
mostraron equívocas las estatuas, sobreexpuestas,
los cuadros sepultaron su cordura
entre rimeros falsos de irisada ignorancia, la canción del verano
se congeló en el último puesto del extracto.
Tuvo que ser la ópera, de nuevo ensimismada, la que bordó el poema
para la histeria selectiva (con ayuda
de un ballet hidráulico), la que sintió en sus carnes la pertinaz
nostalgia de los cómicos y se trató de
un gremio en el pediatra como si fuese en serio.
Pues la felicidad de aquel entorno
tendía al infinito. En tal diáfano instante de confrontación entre las artes,
de mordaza y orden, un súbito flamenco
alegrándose de todo lo demás, la obra por supuesto
y el genio desnivelando el testimonio
de su floja memoria.
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