relatos, apuntes literarios...

sábado, 30 de mayo de 2015

la obra gigante del espacio


En el trabajo ella es un deseo; hay un secreto en la sombra de su pelo, en su voz titubeante.
La matemática original de su voz convierte el punto en una dimensión (adicional). Punto en el tiempo
dirigido a la nada. El techo recibe ondas significativas y no sabe. Qué hacer. El punto flota hasta el final, es un punto
seguido de mirada, seguido de un silencio amenazante por su  ausencia. Ella en el trabajo caminando
entre libros de miseria, tanto papel orlado, oscuro, provocador. Palabras que no son,
hojas amargas; todos convalecientes de lectura.

La librería es capaz de algo más: sorber el seso a las personas,
mentes como sorbetes de limón. Aguza el oído, la vista se agiliza, de águila; es preciso planear sobre el terreno,
divisar conejos autóctonos, sabrosos animales de suave piel y ojos suplicantes. Hay que ir
hacia el desierto, entre las rocas delirando buitres; allí, a leer allí.

Potencia el sentimiento, la solidaridad, es fuente de poder; a buscarse un autor. En la gran librería de provincias
alguien busca un autor sin nombre, sin renombre, un bulto simulando la escritura, un tomo que abulte
demasiado y diga menos, lo menos pensado. El buscador, gesticula y rastrea con gafas y señales,
pacientemente, pero a lo violento, algo peligroso en el semblante ,
como al límite de un verbo transitivo, como si ya tuviese un alma (adquirida ayer mismo en el mercado negro).

Ella trabaja su secreto con sustancia y fe. Habla con gente por teléfono, en persona. Hay personas por todas partes,
gente libre que trata de no quedar en ridículo en su vida privada,
en sus momentos grises o de gracia. Con un libro de Robertson Davies bajo el brazo, el tomo curado
como un jamón serrano; se supone que sabe lo que hace, que ha leído tal vez a la mitad del elenco, así, en crudo.
Vueltas y más vueltas por la feria del libro; llega un momento en que los títulos oscilan, vacilan,
disminuyen letras, iletrados. Llega un momento de la verdad: uno más. Y las manos
se pirran por el arte que permanece expuesto y se prostituye indecentemente abierto de páginas sobre el mostrador.

No tiene poesía el aire, no se impregna del aroma tácito e indirecto de las malas rimas,
los ripios característicos y las inmensidades de la hondura. El poeta mejor llega en su Honda, acelerando (he ahí una certeza
trivial muy comentada). Ella se mueve entre macetas de brisa y aire en general poco maniático,
casi innato y convincente. Los ecos sustituyen a todo lo demás, se manifiestan como espíritus infatigables,
hacen pintadas obscenas en la pared de enfrente, galimatías que no se pueden ver,
solo se atienden. Alguien intenta la comunicación de una idea corpulenta, cavilada a conciencia,
desmelenada entre dos párrafos que duran lo de siempre.

El tiempo por sí mismo ha acabado condensando un poema: parte de la obra gigante del espacio.
Las rosas se inmiscuyen, parecen renunciar a su belleza, pero solo la indultan durante una eternidad adormecida.
Los libros andan forrados de niño, como tiene que ser, y las sonrisas desmienten su metáfora lunar. En la librería
el aire se ha trabado; ella modera el rumbo de la voz que acaba de nacer en el pecho del ángel
y no parece suya, aunque le duela.




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