Hace tiempo que los cielos se hundieron
bajo un millón de cruces, una pirámide
de palabras huecas. La primera palabra fue Dios,
que significaba la inocencia
prohibida, el desencanto.
Ellos usaban su vocabulario técnico
Ellos usaban su vocabulario técnico
para referirse al mundo; venían de muy
lejos porque habían dominado la energía,
ocupado el espacio. Desde la montaña,
alcanzaban a ver el horizonte dorado
de la propiedad, ensayaban en orden
sus voces codiciosas, vociferaban altura y escupían ceniza,
vomitaban el cianuro de sus corazones.
Su flexibilidad, su propiedad sobre
las almas; el saqueo incontrolable e histórico. Mencionaban a dios
a todas horas de manera cobarde y
suntuosa. Su dios era un pergamino arrugado y sucio encontrado en el río,
húmedo a todas horas, a ojos vistas un
pergamino en blanco para escribir el nombre
de la infamia, el apelativo corrupto
de la deidad autosuficiente, insolvente a todas luces. ¡Ah!, y la memoria
que sacaba a relucir el odio más elemental.
La herencia tumefacta,
intacta de sus padres -aquellos seres
despreciables-, su lengua común, su lenguaje político, y hepático, y turbio,
manchado de hidalguía como
ininteligible.
Acaso todas las palabras eran dios,
terminaban en dios;
empezaban con la de de dedo que apuntaba al infinito o se acurrucaban en el
diccionario más sentido y más tétrico,
(en un sentido tétrico) ese libro
constante, eufórico de acepciones y minúsculas,
dotado de caracteres impensables,
rictus inesperados del idioma, mocasines del habla: escrito para sojuzgar imágenes
y juzgar el pensamiento.
Por el río bajaba el pensamiento como
un torrente de furia. La luna, tan promiscua, andaba
en tratos con un rey y la espuma
brotaba sumergida en el llanto de los niños. Una pelota de harapos por el
suelo,
concentrada en su mundo sin espacio, sujeta al polvo
de la calle -semejante incendio-, al
paso desahuciado de los años. No jugaban los niños, no trasteaban con las ramas
bajas de los árboles ahorcados en su
miseria, sus juguetes despedían una luz salvaje que acababa
en una noche fresca interminable. Sin
duda, qué bonita ilusión, qué amalgama de sonidos encauzados por el aire,
recogiendo lágrimas a manos llenas.
En otro libro: dios está arrancándose una postilla, sonándose la nariz con un pañuelo
roto que es un trapo oscuro
repugnante.
Dios está meneando el esqueleto de un hombre muerto, fracasando
de
nuevo en el trabajo. Ha recibido el pago a su pereza y la sangre ya le ciega
las costillas, el pelo se le mete por la boca;
caen
gotas de sudor desde su frente apócrifa para regar los yermos.
Los pobres tenían puesta su fe en el dios
que asaltaba pequeñas aldeas en países remotos,
violaba mujeres hermosas, niños, transportaba
rehenes, prisioneros a través del océano. La pérfida gente de dios
se cubría de gloria por unas pocas
monedas, su traición era recompensada con creces en el paraíso
y los sacerdotes cumplían con su
vocación y su trabajo, su programa máximo hacia la salvación
de los rebaños. Solo que un ligero
olor a sangre congelaba el ambiente
al despuntar el alba; solo que a
golpes aumentaba de tamaño hasta el hedor insoportable de la podredumbre,
un olor a carne debilitada, podrida
bajo el sol, que salía del templo y se extendía
como una maldición por los hogares
reducidos a cuadras, las mentes reducidas a habitaciones del pánico,
los cuerpos reducidos a su naturaleza,
hijos de dios.
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