Extenso amor. Si cabe dinamita en un
abrazo, tanta luz.
Mirar atrás es un deber ahora, mirar
hacia otro tiempo, en el tiempo, hacia la luz. Hubo una luz conspicua
que duraba un mes tras otro, no temía el
dolor. Esta luz tiraba bibliotecas, contaba páginas,
deliraba versos inmediatos. No fue el
profeta quien habló primero. Lo hizo una chica judía en una habitación del
gueto.
Una chica africana en traslado
forzoso, dinamitada. Y dios permanecía al otro lado de la ventana
mirando obscenamente, fisgando las vitrinas,
quieto como un espejo deformante.
Este amor no es profundo ni sabe
francés, no ha venido a través del océano cargado de cadenas, no ha sido
deportado. Es amor por el aire,
literario y casual. El verdadero amor es una luz al pasar página, sabor a vida.
Hace falta ahora un tren que no se
pare nunca, un pasillo largo como una tempestad,
oscuro como el fuego. Hay que poner
tierra de por medio, distancia, y olvido.
A la distancia de un siglo la muchacha
se mueve por la historia ajena a su importancia decisiva , ajena
a las miradas y los príncipes;
solamente cultiva sus hoyuelos, graba un rayo de sol en su mejilla,
cuida su frente. Sus piernas
permanecen ávidas de inconformismo, ligeras como espigas.
Cuando se adora la voz, se recrudece
el poema en pocas líneas, el poema se vierte telegráfico, condensado
en la síntesis perfecta de un estado
de ánimo (nada que decir). La voluntad no mueve montañas
ni considera espacios reservados al
entusiasmo y la acción. Los pies regresan a una década
ominosa, saltan el riachuelo y ríen en
la arena, cortejan túneles en la facultad,
desovillan dédalos marcados, juegan a
los dados con los dioses al caer la tarde.
Es necesario encontrar el refugio del
hombre, su rastro de piedad en la barbarie. Veréis entonces corretear
torpemente
a los perros gordos del campo, notaréis sobre vuestro corazón su mirada
inteligente, humana. El reflejo es un
orco, resulta arrollador, brilla de sangre negra, rezuma enfermedad
y astucia, una maldad atiborrada, aherrojada
en el alma de las naciones.
Se ve que la humildad no es
suficiente, no basta la locuacidad insulsa del predicador, su visión ultrajante
de la irrealidad, su vestigio
terrible. Hay que golpearse el pecho con un cable, hay que sangrar por los ojos
y devolverse al fango, ritualizar la
noche y ser de barro,
dejar entornada la puerta de la casa y
esperar afuera a lo que pase.
Este amor no es tan hondo, está
desnudo como un recién nacido, pero tiene mil años de vida,
un millón de años. Durante una
eternidad ha observado el agua. Sin pestañear.
Amar ¡es tan urgente! Ver a dios en un
labio y saber que no existe, conectar con la hierba, desvivirse
sin llegar a morir. Obrar. Obrarse en
un milagro que siempre es imposible, un beso que no le exige nada a la
literatura,
no se dobla ni parece ocultarse contra
el muro, una lenta caricia desamada. El beso es un lugar en Francia,
es el fulgor de África, color canela, es
dulzura, formidable risa que maneja la forma de los días a su antojo,
fiebre por un alma destinada al
fracaso más exacto; ¡oh, la fecundidad del error, su generoso fondo!
En la boca juiciosa de una muchacha
alemana: trance del arte parisino.
Amar es imprimir un beso en la
nostálgica letra de un poema de amor y recorrer a ciegas las aceras del barrio
puestas en pie,
concebir el aroma de las despedidas,
conocer la desesperación, conjugarse en futuro imperfecto,
permanente pasado donde nada es mejor
ni más amable que el odio.
Charlotte Salomon |
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