En el centro, alguien alza la voz. Se
alza a hombros de titanes. Sobre los hombres. Lleva otro nombre
grabado en la pulsera, en la cintura
lleva una palabra hermosa.
Huesos antiguos resucitan la silueta
del amor. Recuperan la cordura para el mundo. Primero fue el mar, el barco,
luego los trenes vacíos de piedad.
Tanta piel, tan huérfana. Con el dolor de su cabello, con la tristeza
infinita de sus labios habrían renacido
las naciones, galaxias puras donde morir en paz. Ah, pero subsiste la bandera,
intacto, el capital acumulado durante el
epílogo de la inocencia (su estrago), sus beneficios:
chisteras y botines de piel. Están las
fiestas en aquellas mansiones porticadas, henchidas de columnas
y música enferma, las armas que rodean
cada espíritu como alambradas. Está el recuerdo exterminado,
sacado a rastras por una puerta falsa
de la historia, ruido de sables y de látigos,
eco ensordecedor de un mar de sangre.
Hoy su góspel levanta la voz entre la
espuma del tiempo, punta de lanza, arco de Cupido. Su garganta es preciosa,
sus manos son preciosas, es preciosa
su espalda, sus rodillas hace mucho que alcanzaron la gloria,
sus ojos pertenecen al tesoro del
viento, al vientre de la tierra, al cielo que soporta la vergüenza
y el miedo de los santos.
El primer milagro fue importante como
una sanación, un espejismo, la decisiva acción en pro de la justicia;
un beso solamente (no bastó). Ríos de
luz brotaron de su mirada oscura como una bendición. La luz giraba
al borde del fracaso, vertiginosa,
enamorándose. Venía de un adentro -el canto- que era alma (densidad)
o era corazón, latía muy despacio y se
mostraba, decía: sí, ahora.
Y no eran necesarios los poemas. Sobran
los poemas al lado de la voz, abdican de la carne que vibra y se conmueve,
que vive y es, en cuerpo y alma,
reflejo del sentido real del universo. Oh, rozar su piel es universo,
besarla es tenderse a la velocidad del
trueno, darse por vencido, es volar como un rayo valiente, como un grito.
La vida, entonces, era un largo poema
de amor susurrado al oído de la felicidad, y los padres
ya no morían en la noche ni escalaban
las penas del infierno imbuidos de pureza
(tampoco creían en dios). La noche no
encerraba la monstruosa magia de los leñadores, su mano dura. Al fondo de la
escena,
ella forcejeaba con un fantasma blanco
que violaba cruces encendidas y atizaba
espejos rotos contra el fulgor del
agua.
La victoria es un hábito para las
mentes claras, para esos ojos negros tan dichosos y esa piel limpia como
una rosa de cartón, alta como una
estrella que no muere. El segundo milagro se hizo por la belleza
que engendró un tono solemne, la
melodía propia de la libertad, y fue desarrollando su talento
hasta bordar un millón de palabras
nuevas en la mesa del rey; cuando el mejor vestido, la joya más encantadora
fueron
para ella, y el arte reconoció su talla
en el silencio
porque siempre besaba con todo el
corazón. Y todo el verso.
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