Dios fue a decir algo, pero era una
chica robusta de manos blancas como el algodón, fuera de lugar
como una recta en el cosmos. Alguien
había pensado que dios debería explicarse, pero dios era un muchacho enfermizo
de frente pálida como un helado de
nata. Y el día del juicio era todos los días,
las carreteras rectas masticaban
bocados de horizonte, la luz del sol era un boxeador sonado
en el cuadrilátero del atardecer. Se
oyeron tres, cuatro, diez disparos:
el silencio sostenía un espejo que
devolvía sangre,
un surtidor de sangre, la ruptura de
cualquier simetría encantadora, puro pecado.
Esta esencia del mal tenía un nombre
característico o Jim Crow. Ondeaba banderas, se mofaba,
hacía restallar su látigo. Y no tenía
edad.
Hubo una hermosa muchacha puesta de
cara a la verdad en ese mismo instante
en que las armas repicaban terribles como
ingenuas campanas y la luz se llenaba de luz ensangrentada. Sus palabras
en seguida formaron un poema de algún
color de sombra, palabras perseguidas. Iban los perros del desierto
detrás de sus palabras bellas. Oh,
palabras montadas sobre ángeles
oscuros como es el cielo. Éxodo de los
mejores versos, lejos del alcance de la melancolía homicida del padre,
su desidia incomprensible.
América sintonizaba la radio para
escuchar la voz altitonante, el himno verdadero. Millones de terratenientes,
todos en un espacio parecido a una
mente estrecha, todos acobardados en sus celdas,
con rifles en las manos blancas como
la nieve; gesticulando su oratoria, sus oraciones rápidas, muertos de miedo o de
éxito.
Dios se aclaraba la garganta,
desafiante, conocedor del futuro escrito en la memoria de su raza, sin género
de dudas, seguro de no ser. El arte
protegía las torres y los escenarios de la tradición, altares y otros
territorios místicos
a resguardo de la tormenta perfecta
desatada por la realidad. La chica caminaba al frente de un ejército
de sombras con su propia bandera hecha
de jirones de espíritu,
líneas torcidas de las almas. Así, iba
liberando reinos que habían olvidado su nombre. Renacían a su paso las praderas
libres de las antiguas tribus, los
buenos cazadores acostumbrados al rito de la tierra, la solidez del agua.
Ríos de sangre cayeron de la altura,
esas nubes rojas -tan agnósticas- de pensamiento, ríos sin dueño,
huérfanos de mecánica sobrenatural,
solamente turbios, corazones picados de viruela. Fue la violencia de los
sacerdotes,
su amarga retórica, su inconsciencia
extravagante. Siglos de exterminio
contra una mirada limpia como un mar
de estrellas. Oh, su piel astronómica, su pelo
recogido en un diálogo de sueños, el
latido extranjero de su lengua. Ella sobre dios, más que dios,
más que un soplo y un rugido.
De madrugada, ardían las cruces por el
mapa clavado en la pared del infierno; el fuego entonaba su canción
pegadiza y los poetas callaban
temerosos del odio. Dios era una chica negra hermosa y natural.
Princess Nokia |
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