La soledad se desconecta sola. Se descontenta
sola, gira como una peonza. Sola.
Están la soledad y ella, que nunca
está sola; a su alrededor, un hervidero
de músicos y cantantes pop, un
remolque de rappers haciendo sus pinitos en la lírica.
La soledad es un pupitre en medio del
desierto,
en un solar imaginario, rectángulo
planchado de hormigón sin paredes ni uralita, con goteras de serie
y una pizarra virtual. El profesor
está solo ahí, tan solo que es una voz radiofónica
bizarra como la de un carrusel
deportivo.
En compañía de quién; detrás suyo una inflamación
de guardaespaldas, todos con auriculares y armas deportivas.
Por delante, el manager, un productor
de éxito dueño de las bases más cool del sonorama.
Luego, la soledad recién hecha a
fuego lento, lista para la mesa, plato único.
En la ciudad, la confusión de las
almas alcanza su cota más clásica y arisca. El arte es una misión de
solitarios;
un arte que elude la promiscuidad y la
deriva adolescente del amiguismo desatado, más auténtico
cuanto más entregado a su miseria
elemental, unicelular,
a su número atómico y su temperatura.
Sin embargo, ella a su brillo, a su
memoria. Ella y sus pretendientes, príncipes o marineros rasos, nombres
del espectáculo, novias románticas
como Carmilla y otros cadáveres con salud de hierro.
Porque estar solo es un domingo. El
dominio del vértigo se extiende por unas montañas rocosas
(hasta el bosque). Las flores son
predominantes, hay rosas que anteponen la soledad a la belleza, prefieren
el tacto de la noche a la compañía de
los enamorados, la humedad del rocío a las lágrimas tibias del amor imposible.
La soledad no es esto. Florece en la
sesión continua, en el pasillo angosto del expreso
que recorre los campos sin destino ni
brújula: es un fantasma bueno cargado de metáforas.
Una pirámide de risas y, en su ápice,
la historia. El plato rueda hasta perder el ritmo,
Alguien se arranca a bailar, no ella,
que ahora sobrevuela el parque, rehúye la acción,
da su palabra ante un tribunal de
jóvenes airados. El poema ha dejado de fluir con un renacimiento
-que es como un estertor, o viceversa-
y la película muestra sus créditos interminables: cientos de ayudantes
y un puñado de actores secundarios.
La soledad es una religión. Es un cuento
de hadas que acaba donde empiezan los demás.
La soledad tiene quince años. Son otros
quince años
de soledad.
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