Dulce temblor que viene a recordar el
fuego. Los ángeles sospechan de otro dios,
otra María luminosa. Una chica morena -siempre
K- deambula por el salto
sin tropezar en el presente. Su
potestad es la mirada
escrutadora, capaz de discernir y de
evaluar, considerar un trance o resumir una consecución. Ha descubierto
un resplandor en el último horizonte,
allá que sueña América con más praderas verdes, más calor. Dulce su mano dulce,
aletea un segundo este milagro y la
realidad se modifica, se mortifica porque ha soñado ella,
ella ha saltado fuera de su amor.
Hay un caballo cerca del camino. El
sendero que arrecia y se conforma, se derrite entre altísimos y cipreses,
héroes escénicos. El deseo ha moderado
su conciencia. Los planetas reprimen, expectantes, una exclamación de asombro:
Marte está en la guerra, Venus, en su
piel. Todo viste dorado, el esplendor no surge de la hierba
mortecina ni del cielo miserable que
ondea como un trapo deslucido, nace del corazón de la montaña, al ras
de la marea, como el río dispone su
caudal entre dos peñas gemelas. La tierra ha recibido su encargo
más difícil y debe responder por tal
debilidad. Ese camino no tiene descripción, es imposible su curvatura solar,
su desencanto personal y etéreo, sin
flores ni guirnaldas, sin un tipo de hierba más briosa, ni una sola
placa familiar. Rojo que resalta su
finura de hierro, azul que reverbera como un paso de siglo, verde que ratifica
su catálogo
de incendios. El arte de cavar bien
hondo no es (oficio) trivial.
K ignora una maraña de sucesos, la
hechura del espacio, su real urdimbre cochambrosa,
más relata un capítulo de sombras,
pero formidables. Conoce una canción y es suficiente para situarse dentro del reloj;
sopla el futuro por todos los oídos,
por las perneras, desde el tobillo misterioso al muslo derramado en carne. La parte
suave de la medianoche especula con el
tiempo, germina como una plantación de mariposas, K
resulta que ha venido a propagar la llama.
Nada más que un camino para el sueño,
divisadero que alumbra la fortuna de otear
o medir la longitud del abismo. Trazas
de literatura desperdigadas por el suelo como piñas secas, maná para la lumbre,
palabras huecas como el mismo idioma
que se cuelga de los muros bajos del monasterio. Una senda
hacia el sol. La tragedia de estar
vivos, tantos como iban desapareciendo por la cuesta
sin tararear un grito, sin entonar un
cómico castigo ni luchar por su vida como fieras salvajes. El recuerdo es un
arma
labrada con honor. Ella retuerce el
acero y lo excomulga antes de lanzarse a la revancha. Ya lo había escrito
en la canción de ayer, la última de un
álbum memorable que todavía late en el silencio.
Los poetas se burlan de la noche que
hace, no renuncian al frío de los cuerpos;
su espejo es demasiado pequeño para K,
que ocupa un eslabón tremendo en la cadena del aire,
cuya voz se derrumba con un escalofrío
divino. Parece que la ciudad dormida ha festejado el poema con una tormenta
de placer, ha hincado una torre de
humo en el tablero celeste, se ha despojado del ruido.
La chica más hermosa pretende visitar
un hospital en ruinas. Ha recorrido el mundo hasta la estación del tren
y en el apeadero se halla, prodigiosa,
esta visión de la felicidad sin existencia apenas, su espejismo
completo. Tiende K a la aparición de
su figura endemoniadamente bella, su plataforma de estrellas bajo el brazo,
labios
que demandan la plenitud de un beso
audaz para su boca inocente, una forma
sincera de besar su espíritu y
compartir una brizna de su alma con las nubes que saltan y se abaten.
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