relatos, apuntes literarios...

lunes, 31 de agosto de 2015

no hay más luz


Tira la urna de la dinastía.
Crea tu propio fan art desolador.
Compra una alfombra en el bazar de Ashgabat.
Estampa la urna de la dinastía Han, ¡esa que parece vieja! A cuentagotas. Para escribir un verso
prestigioso, vivo y trascendente, mejor que otros. Verso patentado, pulcro y parquímetro.
El verso tiene que medir lo que digan Nietzsche y su respiración. Si es demasiado largo, te la ganas.
La urna se rompe siempre al tercer intento. Sus pedacitos son valiosos,
casi como lámparas mágicas: si los frotas con ánimo, sale un arco de ceniza.

Ahora: vete comprando una máscara de gas.
Nunca se sabe cuándo.
Los necios destruyen ruinas en nombre de dios; sus coreografías son radicales, aldeanas
de un universo mínimo enrollado en alguna dimensión alrededor. Devoran cultura,
tragadores de artes. Ofrecen un espectáculo inofensivo,
si no fuera.

La mezquita y la iglesia tienen algo en común: inacabadas. Les falta el broche
apocalíptico, sin la presencia son meros alminares, campanarios unos enfrente de otros,
pasto de cigüeñas pixeladas.

Ya con el duro tracto invernal, cámara y música. Es un pacto entre un hombre con las manos en los bolsos
y una estación suicida de tres meses, un pequeño parto glacial. El hombre
que contempla un rapto de Basquiat, escucha algún
tornado elíptico de las estrellas del funk.
Digamos que es el arte popular y es la música africana más sofisticada del mundo.

Cae la urna y en ese instante suceden leves acontecimientos
a lo largo de todo el ecuador, la geodésica exacta que incluye la trayectoria del jarrón antiguo que desaparece
de un plumazo y por su orden: hay que fotografiar la efeméride,
hacerse con una cinta métrica del paso (en falso).

Es un acto terrorista como todo lo artístico, y feliz; lo feo y lo feroz del arte confraternizando como peones gombrowianos,
esa magnificencia de la verdad no escrita, de la belleza presentida
y nunca hallada; Courtney Love grabando para Empire, Ai Weiwei construyendo un recuerdo, la voz de Monica
directamente al corazón desde una arteria de la gran ciudad.

Tirar la urna, activar las esfinges del parque,
subir en ascensor hasta la última planta: no hay obra como el horizonte,
ni otra luz que la puerta de tu casa.




viernes, 28 de agosto de 2015

llegar a ser


Qué título. Sobrenatural. El juego táctico, mágico
pero así: lógico. Hay una lógica en la magia, como en el grifo del agua. Salir del barrio de las casas bajas,
del barrio con los perros y las balsas negras donde se refleja la luna como un mar inferior, sobre el mar, sobre el rap,
salir de casa y ver las armas brillando a la luz de los faros, el fogonazo repentino, la descarga
y la sangre nueva que es la sangre joven, que es la sangre del león.

El arte sube por los callejones del barrio y se retrata en paralelo al ocaso, rueda por la cuesta
con unas copas de más. Ah, el barrio..., no aquel tango feroz ni el otro medio semejante, arrabalero;
es un sitio grande y despoblado bajo el sol, un descampado para que derrapen los autos,
una esquina gigante, la furiosa otredad de un charco proletario, es la fealdad de los bloques, los jardines
turbios como caminos de grava, árboles fugitivos.

Sexo y tráfico de órganos. Un aroma rígido moribundo a hierba de primera y ataúd, el dulzor de la carne
batiéndose el cobre frente a la sed del viento. Tráfico: micras, gramos, onzas, una variedad
de corte. Un centro comercial como los otros. En ciertas calles, en ciertos reservados serios
y muy logrados, cinematográficos, hechos a la medida de los pantalones anchos y las botas de color café,
de las gorras de béisbol zurdas a rabiar. El barrio es un rostro moreno
entrando por la puerta de la iglesia, es un color marrón disparando balas de fogueo, yendo a la escuela en autobús.
Y es la fatiga de los trabajadores que regresan a casa por la noche
con las manos vacías.

Por eso suena duro con esa contundencia metalúrgica, ese eco póstumo, gremial,
triste como un sedán aparcado en la crème de la nubada, como un cadillac vibrante cargado de chatarra o pelotas de golf.

El profesor sabe que Coko llegará a ser; es su palabra contra el destino. Por eso nunca la reprende
(ella, ensimismada, tarareando un éxito que es la banda sonora del futuro, sin hacer los deberes
un días tras otro). Sabe que la aritmética del barrio sirve para ordenar la realidad en clases sociales,
se trata de una cuestión previa imposible de eludir, una tragedia que se superpone a las siguientes.

Aquella voz que atravesaba los cristales para dejarse los ojos en el cielo.
Que bordaba los versos con secuencias de olvido y se elevaba hasta el anfiteatro de la felicidad.
A cualquier hora de la tarde, una muchacha con suerte,
la belleza del mundo creyendo ciegamente en la benevolencia del azar o, de otra forma,
en la discreta misericordia del tiempo, su monte de piedad.




martes, 25 de agosto de 2015

olskool


Punky apura un trago de Kut Klose. Ol-Skool. Los noventa revientan por la mirilla, por los resquicios,
el quicio de la puerta, se filtran. Entonces, el humo se elevaba puro
y desquiciado, salvaje como una nube roja en el desierto.

El desierto es un lugar para la alta política,
por los espejismos. Toda la sed es poca, arena por los huesos, arena y más: en los zapatos, encaramada
al mástil de la bandera negra. La música hace estrellas por ambos lados del estéreo,
es retomar el ritmo y ver un manto nada lúgubre, una finca luminosa entre dos ríos de luz oscura.
Tanta noche para no acabar de tropezarse con la luna. En el desierto, la música
infla su pecho de tormenta, rasca un tamaño de jazz indescifrable.

Punky no había nacido cuando los años ya perdían consistencia entre líneas y mensajes. Kut Klose
sonaba como un arma corta en el silencio, con la pureza y la necesidad de los corsarios,
ese llanto imprescindible del barrio grande elevándose hacia la salida
del espacio. Surrealista es la palabra que andaban buscando los surrealistas,
esa gente con bigote y amistades. Una pintura falsa y un falso bigote, como Groucho. Los detalles falsos
y la pintura más irracional en una foto fija de la realidad. Cachos de acontecimientos
repartidos por el tiempo en rebanadas mentales; colores fatuos, flacos,
engreídos como rosas de jardín.

Los noventa han terminado hoy, dicho sea de paso. La canción
se va agotando, el tacto se desprotege; las chicas siguen en el parque vendiéndole futuro
al mejor día de la semana. Sus piernas son una condición como aquella que salía natural por la puerta del destino.
Coko, con sus piernas de un kilómetro de luz de luna, poniéndose a saltar. Una voz 
donde llegar, a donde ir. Sin miedo.

Como cualquier década ominosa, la música continúa explicando los sueños.
Es un descalabro controlado que no tiene final. Por eso asistimos compungidos al baile, vemos bailar
a los muertos, y sus huesos retocan el lienzo aparte del paisaje común, la existencia
y lo demás que yace en nuestro apático cuadrante universal.




sábado, 22 de agosto de 2015

tratado de anatomía


No olvidar resulta una bendición.
La memoria debe ser obra de un dios sin palabras; es un hueco,
la memoria.

Nada en que creer fuera del alma.

Se desfiguran los cuerpos, la sangre corre por la cara del tiempo en lágrimas o ríos,
ríos de sangre, ríos de lava, agua que no hay. No puede olvidarse la maldad, el amor, el daño. El terror
se revive una y otra vez, el amor sabe a desierto, sabe a hierba,
como la verdad.

Oh, hay un rostro que no puede olvidarse. Jamás. Nunca podrá olvidarse.
Por más que lo destierren y lo entierren, y lo fotografíen después.
Hay un rostro que no se sabe dónde ni por qué, que está enterrado y muerto y ya desfigurado
y desarticulado, sus músculos dados por muertos, dados por muertos sus sentidos, su voz. Hay una voz
que no pregunta por su eco,
que no pregunta por sus besos -¡tiene tantos!-, una mano que es de todos.

Su cuello es un deber, un tratado de anatomía. Y de política. Su entereza, ¡qué estatura!,
ciclópea, de edifico; ese porte real, mayestático, más aún y todavía más que una Reina. Algo diferente
a llevar una corona, diferente a una diadema
y a un ramo de rosas. Una rosa quizás, apenas negra, quizá.

En la marquesina, su nombre. En el teatro, en el letrero de la tienda,
en la cabecera del periódico, en los anuncios por palabras, su nombre. En los libros que se leen en el metro,
en los libros que se leen en las aulas, en las librerías, en los andenes
-tan pesados-, en las cafeterías y en los bares que encienden la televisión. Su nombre.

Escrito en el espacio del arte.

Es una obligación. Este recuerdo no es una forma
de sacudirse el miedo como quien se mira en el espejo y deja atrás
una imagen -que se queda flotando en el centro del estanque- y sigue conspirando contra la realidad.
No. Este recuerdo es un mantra de precisión, la exactitud de unos ojos y una boca
reales, de un llanto que repite la infamia, que grita su dolor, todo el dolor.

Porque su nombre se remonta, es un satélite. Su nombre está al principio
de las canciones y los versos, pintado en las aceras con carmín, pintado en la puerta de la casa, grabado
junto a un millón de corazones en el corazón del parque.


jueves, 20 de agosto de 2015

Punky reta a Basquiat


Se hace la magia en un pequeño flash, esquemático, tres, cuatro colores, una extensión de color
y las cuatro pinceladas mágicas que daría un Hechicero Sioux
o Basquiat.

Los cactus alegran el paisaje con su monotonía sangrante,
su estilo de vida. Podría, ahora, forjar el territorio un gran vehículo, pero no hay carretera, ni senda,
solo la superficie del cuadro, un cuarto de estar ligeramente sucio
de arena y polvo blanco de obra.

Un par de criminales como en la ciudad fantasma. Esferas de maleza circulando sedientas por el barro
y sin mancharse. Personas que aguantan con estoicismo los cuarenta grados y no sudan una gota de mal.
El sudor es una mancha grotesca. Los niños sudan sin esa cualidad ingrata
del sudor adulto, del sudor adolescente que rebasa los márgenes de la decencia y el saber estar. En el cuarto de estar
se es o no se es, se suda, se duda también: cualquiera duda de sí
ante el televisor.

Y, no obstante, nada hay salvo una extensión sin extremidades propias, sin bulto y sin bullicio. El jolgorio está en el pueblo,
en el salón donde la única corista ensaya su paso de can-can y los buscadores de oro
se llevan las manos a la espalda. Al piano, Chico Marx.

En el dibujo, una muchacha espera (virtualmente) la llegada de algún tipo de ave, un ruiseñor, un mirlo (el señuelo).
En espíritu porque no puede vérsela en la carpa ni en la pista de baile improvisada,
ni preparando el ponche o ajustando el programa de la orquesta.

No hay nadie en realidad. El tren hace años que dejó de pasar aunque todavía se escuche su pitido elegante,
esa forma de felicidad, ese ritmo. Resulta que es la base que todos estaban apoyando,
el beat de los años veinte (o de los veinte años, es igual) que todos daban por perdido.

Un indio Sioux sabría de qué color exacto está la hierba y no sepultaría el tono bajo nubes borrachas.
Basquiat no dudaría un segundo en desmontar a Warhol -en deconstruirlo-
para completar la escena.

Punky (dontfwithme) aparece por un risco; se ríe porque el sol está en su cenit y los ejecutivos empiezan
a soltar la gota gorda, perlados y pelados, insomnes y cariacontecidos. Ella es la reina, la famosa maestra,
inocente como una odiosa comparación. Y su obra
es un milagro dentro de una caja negra, el decorado perfecto para asistir al drama obsceno de la soledad
y sus pecados. Víctima ella de una apariencia de dolor y un simulacro de conciencia.



lunes, 17 de agosto de 2015

y la música (I-ne-an)


Deletrear un paisaje en la memoria, una historia sin THE END. La niña está en la calle y juega,
hace sus deberes infantiles, para siempre.
Deletrear un sueño: I-ne-an (1).

Tres silabas amables. ¿Cómo sería amar su nombre?, ¿cómo es? Se puede amar un nombre como K,
se puede amar a Rama, a Rosario y a Janelle, a AZ también. Se puede amar un nombre imaginario.
En la mente las personas son un rostro, una voz, son más una manera de moverse,
un definitivo aliento, la niña que juega por la calle salta de forma
artística, su gimnasia es elocuente.

Abrir la boca con dolor. I-ne-an. Un lugar en ningún lugar del mundo,
lejos de aquí y ahora, en la cara oculta del futuro. El sitio perfecto para quedarse y soñar.
Gatos que sonríen, gente cálida, osos que abrazan suavemente, sin zarpas de hierro ni cimitarras curvas,
una curvatura bella y delicada, mullida también para las horas muertas de la noche,

Nada grave si existe un fundamento. Qué ilusión. Una Odisea en marcha, un viaje trepidante
hacia el color del cielo; el parque de atracciones y la infecciosa melodía del algodón de azúcar, los buñuelos de nata,
(mecanismos y luces, rotación y balance).

Sobre la oscuridad un palacio se yergue donde encogen los miedos, el cabello
se trenza y la música enciende el corazón de las estrellas.
Un dragón sobrevuela el espejo del salón de baile
cuando hace trampa todo el universo. El infinito resulta en un dolor cerrado de los ojos. Una herida interminable.

I-ne-an, sin lágrimas de atrezo, sin una sola lágrima. Y sin poner acento en el deseo. La reconciliación
vestida de domingo, con su mejor traje de fiesta, su peinado vistoso, verdadero y feliz. Una mano suya, blanca
y diminuta contra la fe cobarde de los siervos. Su mano poderosa que infunde ánimo en silencio.
Su dulce voz armando paraísos con el alma rendida entre los labios.


(1) Disneylandia.- 'Underground', Haruki Murakami (1997-1998)



viernes, 14 de agosto de 2015

(ins)piración


Buscaba inspiración en su alma; usaba unos prácticos prismáticos mentales
y veía el algodón, la boca dulce y carnosa que se abría en pantallas emergentes
para decir: partes del Génesis, pero vas a morir como mueren los hombres.

El espacio donde nunca la encontraba era la sombra de esta sombra. Su carta era un jirón de abecedario,
su voz, un estado ideal. A veces gritaba el alma y se volvía gris. Decía (la fiebre):
rama frágil del éxodo...
Tales palabras robadas.

Todo seguido el arte. La inspiración rentaba; se vendían mil libros, completísimas obras,
tomos parciales, estancos, que ostentaban sus cuádriceps molares, su masa muscular y su mass media. Notas tomadas
al calor de la revuelta entre los nómadas revolucionarios y sus vespas de colores. El poema fardaba de noticia,
enfocaba su autoría -metafórico ardor- hacia las calles coloradas en llamas, vaticinaba un poltergeist
en la habitación del pánico, ¡manco profeta!

¡Este poema es basura como su padre!, voceaba el alma, pues
jamás erraba una recomendación ni flojeaba en las costuras de la melancolía, en la reyerta demostraba su ánimo. Hubo
una flor bastante mágica, grande como un girasol granate, aumentativa. Se bastaba la flor
para la épica, su melodía cautivadora.

Había nacido el verso continuo, distinto de la poesía por inspirado en la realidad.
Estropeado Estro, ¡oh, pátina felibre! Su diagnóstico secreto: funcionaba como un LP, a 33 RPM
y sin perder la calma. El aire le sentaba bien, se iba a tomar viento por las obras completas de Juan Ramón
fascinado por la jota poetriz. Pero la solución no pasaba por el aro de la ortografía y su plástica insurgente,
antes era algo orográfico, geográfico en el sentido de mayor relieve,
un comportamiento montañoso.

Dibujaba dioses el alma sin levantar el lápiz de la sábana,
de un trazo componía un monasterio con su eco, un perro ladrador, un arco voltaico al natural.
Mentía de memoria: pero vas a morir como nacen los hombres.




martes, 11 de agosto de 2015

Bécquer en paz


En medio del salón, donde la luz incide,
como descansa un monumento, un Partenón o una Puerta
de Brandemburgo, dulcemente amontonada y única a la vista del mundo,
como diciendo: componéoslas vosotros para extraer de mí el diáfano
sonido, teorema del alma, la verdad que solo corresponde al firmamento y sus héroes
(lo que es mucho decir).

El arpa dominaba la situación con un quejido ubicuo. Sus cuerdas
daban vueltas al silencio que sobrecogía la estancia. Oh, sin moderna colegiala deportiva
al iniciar sus clases de bel canto, su aporreo ingenuo del piano, cuya servidumbre tanto defraudaba a la orquesta,
sin estudiante coreano decidido a batir su propio récord de puntualidad
y vedetismo. Suelta como un potro, sin misión, por fin ajena al arte por el arte.

Quería un tono soul, algo que funk y conectarse a la corriente eléctrica: ¡brillar! Enchufarse y abjurar de Bécquer
y sus locos tiempos, merendarse el siglo diecinueve y no volver la vista hacia el océano.

La ventana abierta, un cuadro de Hopper. Por el barrio siempre
circulaba un cadillac u otro, a su velocidad somnífera para dejarse admirar por los curiosos
y los críos jugaban a tener el suyo, uno como el de Mara Hruby, grande y autosatifecho, satisfactorio y modular (polícromo).

Sacudidas de rap. A sacudidas de hip-hop, arruinándose la clásica. En busca del matiz
computable, remasterizable, la inflexión pasada de ritmo. El toque para liderar el gang del parque y sus contradicciones;
la mezcla efímera de rabia y piel. Un disparo que suena a la vuelta de la esquina
sin contestación. La sirena de la policía que se confunde con el suplicio de la ciudad en obras.

Las chicas caminan, van dejando una estela de humo. No creen en el arpa y su futuro,
no escuchan el vibrato constante de sus aspas, desconocen la onda que se propaga audaz, un clamor
más allá de lo evidente, la ovación sorda que los desposeídos dedican al ocaso. En la mansión, el arpa quieta
como un puño, a un cuerpo de distancia de su alma que corre a cobijarse
bajo el telón del cielo.



lunes, 10 de agosto de 2015

tener o no tener


Ella poseía un alma. Durante una noche perfecta la había contemplado
entre los castaños del paseo, de rama en rama, abanicándose el pecho con un ala rota.

Su aliento discurría
desde los labios al músculo central de la mirada
donde decide el rojo su destino de sangre y las palabras instruyen su prometida estrofa. Partiéndose
de risa.

Rezongaba el espíritu ante el espejo, pues en él atisbaba una forma indecorosa,
sin molde, por más que indagase su portentoso ser en la nomenclatura y nombrase a las máquinas más emancipadas.
Era intolerable esa ceguera, ese no conocerse
y no saber qué plan asombraba sus ojos, qué signo
había revelado su futuro.

Al alba, en el estanque, sí, aquel trozo de luna desprendido, aquel velo de novia entresacado,
aquella flor inmóvil, un fogonazo intenso como un escalofrío,
el resumen fractal, el holograma o una sábana santa turinesa de exquisita factura, túnica o sudario:
todos atentos al cameo del ángel.

El ángel no era ella, pero igual,
atentamente dedicado a su persona, seguía a su cohorte de jilgueros y deploraba el campo,
cualquier sentido natural ofendía su altura, era la hierba un guante lanzado contra su dorada silueta.

Solo el milagro -en singular- era patrimonio de su corazón; prodigio que holgazaneaba en algún punto
cercano a los peores sentimientos y los malos augurios,
justo detrás del miedo, en el espacio intergaláctico
que la luz conserva como su patio de recreo, por el que apenas se aventura el hidrógeno,
allí, como un destripador al acecho en el arroyo más atormentado de Londres,
como un deseo aguarda su primer desengaño.

Ella tenía un alma negra y hermosa y su cabello
era pura nostalgia, era el puro concierto de los enamorados; y sus manos prendidas del poema
surcaban el invierno para decir adiós
como hasta siempre.