Ella poseía un alma. Durante una noche
perfecta la había contemplado
entre los castaños del paseo, de rama
en rama, abanicándose el pecho con un ala rota.
Su aliento discurría
desde los labios al músculo central de
la mirada
donde decide el rojo su destino de
sangre y las palabras instruyen su prometida estrofa. Partiéndose
de risa.
Rezongaba el espíritu ante el espejo,
pues en él atisbaba una forma indecorosa,
sin molde, por más que indagase su portentoso
ser en la nomenclatura y nombrase a las máquinas más emancipadas.
Era intolerable esa ceguera, ese no conocerse
y no saber qué plan asombraba sus
ojos, qué signo
había revelado su futuro.
Al alba, en el estanque, sí, aquel
trozo de luna desprendido, aquel velo de novia entresacado,
aquella flor inmóvil, un fogonazo intenso
como un escalofrío,
el resumen fractal, el holograma o una
sábana santa turinesa de exquisita factura, túnica o sudario:
todos atentos al cameo del ángel.
El ángel no era ella, pero igual,
atentamente dedicado a su persona,
seguía a su cohorte de jilgueros y deploraba el campo,
cualquier sentido natural ofendía su altura,
era la hierba un guante lanzado contra su dorada silueta.
Solo el milagro -en singular- era
patrimonio de su corazón; prodigio que holgazaneaba en algún punto
cercano a los peores sentimientos y
los malos augurios,
justo detrás del miedo, en el espacio
intergaláctico
que la luz conserva como su patio de
recreo, por el que apenas se aventura el hidrógeno,
allí, como un destripador al acecho en
el arroyo más atormentado de Londres,
como un deseo aguarda su primer desengaño.
Ella tenía un alma negra y hermosa y
su cabello
era pura nostalgia, era el puro
concierto de los enamorados; y sus manos prendidas del poema
surcaban el invierno para decir adiós
como hasta siempre.
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