En medio del salón, donde la luz
incide,
como descansa un monumento, un
Partenón o una Puerta
de Brandemburgo, dulcemente amontonada
y única a la vista del mundo,
como diciendo: componéoslas vosotros para extraer de mí el diáfano
sonido,
teorema del alma, la verdad que solo corresponde al firmamento y sus héroes
(lo que es mucho decir).
El arpa dominaba la situación con un
quejido ubicuo. Sus cuerdas
daban vueltas al silencio que
sobrecogía la estancia. Oh, sin moderna colegiala deportiva
al iniciar sus clases de bel canto, su
aporreo ingenuo del piano, cuya servidumbre tanto defraudaba a la orquesta,
sin estudiante coreano decidido a
batir su propio récord de puntualidad
y vedetismo. Suelta como un potro, sin
misión, por fin ajena al arte por el arte.
Quería un tono soul, algo que funk y
conectarse a la corriente eléctrica: ¡brillar! Enchufarse y abjurar de Bécquer
y sus locos tiempos, merendarse el
siglo diecinueve y no volver la vista hacia el océano.
La ventana abierta, un cuadro de Hopper.
Por el barrio siempre
circulaba un cadillac u otro, a su
velocidad somnífera para dejarse admirar por los curiosos
y los críos jugaban a tener el suyo,
uno como el de Mara Hruby, grande y autosatifecho, satisfactorio y modular
(polícromo).
Sacudidas de rap. A sacudidas de
hip-hop, arruinándose la clásica. En busca del matiz
computable, remasterizable, la
inflexión pasada de ritmo. El toque para liderar el gang del parque y sus
contradicciones;
la mezcla efímera de rabia y piel. Un
disparo que suena a la vuelta de la esquina
sin contestación. La sirena de la
policía que se confunde con el suplicio de la ciudad en obras.
Las chicas caminan, van dejando una
estela de humo. No creen en el arpa y su futuro,
no escuchan el vibrato constante de
sus aspas, desconocen la onda que se propaga audaz, un clamor
más allá de lo evidente, la ovación
sorda que los desposeídos dedican al ocaso. En la mansión, el arpa quieta
como un puño, a un cuerpo de distancia
de su alma que corre a cobijarse
bajo el telón del cielo.
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