Compromiso y pompas de jabón. Una gran
depresión coloniza el barrio. Las chicas reanudan sus trenzas
divergentes. Consecutivamente, las
nubes otean el panorama y se deshilan aburridas y mancas;
dos gorriones inician su gran salto y
fallecen de un golpe de calor. El árbol más hermoso ha caído enfermo
y la avenida se hospitaliza, rugen sus
sirenas. Lluvia viene al rescate, gime, gripa el motor
gigante de la calle, que ronronea
ronco, insatisfecho. Un masaje líquido y venial por las primeras ramas,
un jilguero doctor, como en la gloria.
Se abre paso la hierba: es natural.
Entre fogatas de mañana y cubos de basura desiguales,
la luz finge autoestima, se desploma
derrocada sobre el mustio encerado, sobre el asfalto que rinde pleitesía a la
ciudad.
Los bloques anuncian su violencia
endémica, endógena, sobresaliente, la victoria de la seguridad social.
Los agentes del orden desenfundan sus
mentes (con desenfado), arrastran por los pelos a una chica negra;
uno de ellos dobla su rodilla pesada
sobre la espalda de la joven
y parece feliz. La población observa
desde las ventanas, arropada en la cama,
en la sala de estar lo ve por la
televisión apagada, lo escucha por la radio que dejó de funcionar.
No hay ratas hoy, las más gordas se
han quedado en una página de Danilo Kiss.
Dicen que el KRIT pasó un día por el
barrio con su cadillac y Jim Dodge tomó nota apalancado en su suite infernal,
nada menos;
no andaba con Mara, que es más de ir
al campo a oxigenar su figura. En la ciudad
mandan los químicos y sus auras
fabulosas, sus chicos automáticos. La mercancía fluye de costa a costa;
multitud de seres familiares
contribuyen al desarrollo del negocio familiar. La sangre por encima de la ley.
En el libro alguien ha escrito que la
tarde va a morirse de historia. Suena un disparo
en el callejón y se abre la puerta del
bar, un acto reflejo. Las chicas rompen filas hacia el parque que, a estas
horas, empieza
a ponerse incomprensible. Hay un
nubarrón de humo y un castillo con su Yung Rapunxel en la torre de control;
la música promete un baile tenebroso.
El héroe está en casa rumiando su desgaste.
Nunca se vulnera el compromiso; doble
o nada y los dados ruedan como impulsados por Einstein y su sombra a un tiempo;
el hampa cumple sus preceptos, es una
religión desubicada, un perro grande
y silencioso, suelto para pisar las
flores y embadurnar el álgido momento del jardín. Su buena acción: una política
difusa,
una voz que se pasa de lista y pone
faltas, tacha, pone cruces por el único motivo de su ausencia
y planta cruces reales delante de las
puertas y los ojos.
Está el intelectual que fuma su marca
en una pipa exótica. Toma notas -como Dodge-
para su próxima obra; el espectáculo fluye
inagotable, las chicas con sus pantalones cortos no dan un respiro, se respiran
todo el aire que quedaba en el espacio
abierto y llegan a la luna sin quemar un instante. La noche va embutiéndose
en el mundo con parsimonia y éxtasis:
el público celebra el engranaje. De pronto, alguien cae en la cuenta:
ya es hora de fichar y no hay trabajo.
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