Caminar la senda angosta por el monte,
su extremo verdeazulado: insectos moribundos
-incluso unas pocas horas después de
nacer-
y plantas que se plantan, ortigas que
te hostigan, rosas que te rozan, brotes que brotan, ¡flores que afloran
por doquier!; un brote gigantesco en
cada árbol. Vidas efímeras y holgadas repartiéndose un espacio común;
las alucinaciones a la vuelta de la
esquina, seres del manga,
mitológicos, el cómic estallando en la
realidad.
Caminar la senda angosta y ver pasar
los autos con sus mesiánicos ocupantes,
mecánicos ocupantes rezando por el
móvil, apantallados en sus asientos. La velocidad es un cociente; los coches
van tan limpios, irreprochables, como
niños vestidos de primera comunión.
El cielo no ha merendado hoy; se hace
tarde y se va a ir la cama SIN cenar. El cielo es un dios enorme
que transige a veces, de veras. Es tan
potente que rodea el planeta en un abrazo
asexuado. La poesía ha puesto en
entredicho la virilidad de los cielos que son fuente de embargos sistemáticos,
ciclones absurdos y tornados
geométricos. Nada más duro que un cielo en armas,
alzado como un puente belicoso.
Tierna la tierra. La tierra es tierna
más que el mar. Tantos que la habitan, alberga una miríada
de fanáticos organismos partidarios de
la vida. Está cruda, esa es la verdad. ¿Quién no ha tragado tierra?
A la tierra muerta se le llama tumba.
Un cementerio es un parque de atracciones algo patitieso, pedestre.
Los automóviles rastrean la tierra, la
rastrillan, aceleran levantado nubes
de polvo para que se sepa; llevan
lápiz y papel, dinero para la matrícula, aceite y mucha grasa, alguna pluma
india en el capó.
Duelen los pies por el sendero
estrecho y asesino punteado de grava, salpicado de cardos
incordiantes. Uno se ahoga ceñido al trazo
ístmico -no rítmico-, cambia el paso y
se tropieza,
pisa sin fuerza como un raro
saltimbanqui: puro exceso. En medio del camino,
un obstáculo (o)puesto en clara
invitación a la pirueta triple, incitación a un acto salvaje; luego, las
visiones del submundo
cerebral con sus trances y sus
tableros ouija de madera noble. Vanos espíritus que recorren
vericuetos fantásticos asustados y
solos. Una Harley-Davidson que aparece de la nada,
y es que hay un pacto con el dibujante
(a espaldas del guionista de turno).
El cielo cuelga de un poste ecuatorial,
calienta motores y desplaza hasta el plano donde reina el silencio una escuadra
de cúmulos ariscos. El suelo brega, coge
tirria, brinda un colmo a los transeúntes, está hecho un asco de suciedad
y, sin embargo, presume de brillo
elemental. Docenas de pájaros de distintas especies
acometen el himno, su dulzura pasa
desapercibida. El fantasma del viento escupe cáscaras de luna.
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