Un rapto de pureza inconcebible
diseñado en la mina más profunda del barrio obrero,
donde apenas interviene la cirugía de
la luz. Pasear y no detenerse
contra la última farola abierta, el
último bar agnóstico de la avenida.
Hay un bosque al pie de la letra entre
las calles múltiples, bocanadas de aire comercial que ascienden al terreno
ordinario de las respiraciones, tanto
da un conejillo de indias que una princesa rubia oxigenada.
Los árboles rezuman sensatez y un
egoísmo sereno, exhuman un repertorio de aconteceres silenciosos,
extreman las precauciones, ya no batallan
ni temen el mordisco bipolar de la sierra, su ronroneo
fúnebre, ni clama venganza la caída de
su imperio.
Caminar como un hombre sin tierra, con
un objetivo
san(t)o, épico como inflexible, una
meta en el futuro. Pisar las hojas secas de la acera, patear castañas
acorazadas como puercoespines, manejar
el humo omnipresente de los autos
y creer en un ser superior que pone en
marcha motores supersónicos sobre las ideas de la muchedumbre. Es la hora
punta en un cruce de semáforos de
Tokio, hora nona, la excesiva hora
de comer en cualquier pizzería de
Santiago. Pasear por South Presa en San Antonio y encontrarse de pronto
con que ella es el milagro, por sí
misma y en su corte, descalza como una parisina,
firme y tan bella como un megáfono en
la plaza.
Acostumbrados a la muchacha que ríe, a
la muchacha que silba. Los gritos encumbran el paisaje,
hacen la caminata más amena que un ligero
alto para leer la prensa diaria,
los ávidos presagios, las
aniquilaciones propias de la jornada anterior, la previsión del día: cuánta
sangre.
Va a hacer una mañana esplendorosa y
las gaviotas dejan de lado el mar para adentrarse,
ríen o cometen hurtos demasiado
fáciles, riñen a las palomas. La ciudad es un rompecabezas
sin senderos de gloria. Se trata, por supuesto, de un jardín en el que proliferan melodías corrientes; el arpa ha
sostenido
el mundo sobre sus hombros cordiales y
ahora descansa
por otra eternidad. Ella comparte una
magdalena con el mejor gorrión de la enramada, su picoteo es agrario, sagrado
también hasta que un aura redondea el
abismo succionando la acción, tan holográfica.
El desayuno ha sido un éxito. Entonces
toca pasear de la mano de alguien que no está presente pero arrastra,
toca desaprender los zarpazos del
viento, su acusación molesta y plegarse
al encanto cubista de los arrabales,
crecerse al arrullo de las bajas chimeneas, su calor punzante y su escasez
de marca, ese frío rotundo que clava
mariposas en los cristales raídos
e inspira variaciones formales al eco
de la urgencia. Están las ambulancias y los taxis, una de dos.
La chica recuerda que andar es rehacerse,
huir de la necesidad,
y aguarda inadvertida sin espacio para
amar entre sus ojos negros, sin pista para el baile
entre sus brazos tímidos, entre sus
manos que abrochan la esperanza y tejen con dulzura un sinfín de voluntades.
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