Frecuentar los extensos dominios de la
nada,
saludar a sus príncipes
y no maravillarse.
Un relámpago es un trámite más alto,
simplemente. Será que en la llanura
han crecido los cielos hasta
algún otro mar (algo salvaje). El
cielo se ha comprado una bandera
hecha jirones. Hay que sofocar el
polvo que se enmaraña al paso de la hierba, fructifica como un cereal
sediento de fragancia. Ruega la lluvia
un nuevo atardecer soñado,
el peso de la roca sobre el alma, tan
natural.
Todavía se siente la penumbra; ella la
siente pero no le importa creer en menos luz. Es eficaz
ese pronunciamiento, y necesario. La
luz está sobreestimada entre
los ojos. Secuencial, el blanco y negro
no oprime tanto, presta
alejamiento y perspectiva, surte una
cascada de presencias espectrales que parecen llagas,
y lo son (en última instancia). ¡Ah!,
cuánto misticismo en una palabra,
un récord en francés, dicho así, a
toda prisa, masticando el sonido hasta que duela y se comprometa.
Que sea comprensible, como el francés:
mon dieu.
El verano quiere ser aprehendido en
toda su viabilidad, procura ser visible más allá de septiembre.
Esta naturaleza cobarde pretende
escapar de sus jardines, ¡oh, Babilonia en ciernes!, ilesa
aún. Nadie ha olvidado el nombre de
los árboles, es una falacia, un tropo;
también las niñas lo cantan
e incluso el viento coordina su salto
con las flechas lejanas y los nidos recién abandonados.
Será que ella ha paseado su luz por
más ciudades,
ha burlado la Historia
para renacer al filo de la madrugada
en un lugar prohibido, mítico su pelo negro, blancas sus manos de artista,
oscuras manos de princesa efímera
dotada para el arco iris
o el Amor. Una copa de vino turbia
como el azul del infinito, un par de besos suyos
sobre aquel terciopelo del silencio.
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