Cuánto
poder. La calle es un reino demasiado real, necesita una dueña forastera y
sutil,
la
presencia de una mente furiosa, permanente. Deidad sin tacones de aguja; calzado
peregrino
para
reactivar sendas largo tiempo excluidas, caminos de salud
recorridos
de viaje, a pie desde la noche hasta el espacio rubio de la aurora. La piel de
la belleza en un tono mayor,
mejor
que la madera, una insinuación, la probabilidad constante de una rutina feliz.
En el fondo,
la gente
del parque espera la corona con ignorado respeto; el negocio decae
y la
música del viento no basta para insuflar vida al golem ni para abrir una casa
de empeños
donde
repartir fortuna y hacer un teatro respetable.
Ahora
nadie representa. La política de las viviendas más allá de la autopista adolece
de una violencia
fanática
y mortal; las chicas han puesto un anuncio por palabras pidiendo negociadores
expertos,
las
palabras fueron un problema porque el código estaba reservado para el trabajo,
la ración diaria de experimentos
literarios
había sido consumida por los poetas nostálgicos,
que
desentonaban en cualquier proceso. Los poetas dictaban incongruencias, frases
periódicas,
llamaban
verso al primer despiste o licitaban miles de cuadraturas circulares hechas a
mano
-realizadas
en serie- como antídoto contra la mediocridad.
El
teatro es perfecto para la princesa, que dramatiza su situación y su andadura
vociferando
un poco hacia las masas sacadas de quicio por la obra. Ella huye de la crisis
en un auto
romántico
conducido por héroes del pueblo, con antecedentes
pero amoldados
a las circunstancias. La tierra es suya, el tráfico, los minerales auténticos,
algunas joyas
de la
familia. Sin armas, con la única fuerza de su mirada, su responsabilidad y su
palabra nueva y educada en el arte;
una
guardia infantil autorizada a evitar su desarraigo, a seguirla por el barrio y
sus mansiones
ocupadas,
sus kilómetros lisos de metal.
En un
mundo paralelo a la historia se especula con el precio de la hierba. Pero aquí
las plantaciones
inundan
los jardines, los bares están desarrollando una introspección paulatina,
jurídica, se protegen de los vaivenes
legales,
son casi entes administrativos que ejercen su labor filantrópica entre la fauna
de los
desposeídos, actos no gubernamentales en cascada, lecturas de manifiestos
manifiestamente
indetectables.
Ritmo y
pulsión; se hace saber que la muchacha era un colector de ritmo, recolectaba
ruido y
ofrecía conferencias, circunferencias a veces trazadas a propósito como
estrategias con sus coordenadas
y sus
cementerios de elefantes. La pobre estaba podrida de dinero, coleccionaba
dólares falsos, dobles nacionalidades,
doblajes
de película. Su casa era un museo de reflejos, un formidable
registro
de relojes alados. Ah, y las montañas de oro refulgían atroces, sombras puras
de la claridad solar,
melodías
nacientes como estrellas en los albores de Andrómeda.
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