El poema
vuelve sobre sus pasos. No para recrearse,
no es
exactamente un déjà vu, es un
momento de pánico antes de entrar al agua; como el niño
que se
asusta de las olas, retrocede el poema un trecho hasta su posición anterior. Su
forma
echa de
menos la magia. El milagro se obró delante de los escépticos,
de los
gentiles, que no buscaron piedras ni tomaron las armas, lo dejaron pasar. El
poeta no. El poeta ha sentido
un
apagón, un agarrón, ha sido avasallado, enganchado por las solapas y zarandeado,
vituperado
incluso por el recuerdo, la frescura inédita de la fantasía. La canción
ha
franqueado la aduana, la cerca electrificada,
concentracionaria,
se ha inmiscuido y ha logrado internarse en la mente prodigiosa del poema, la
mente
que
soporta la mofa del público, la generalidad de las emociones negativas.
El pobre
poema pobre que bascula en su columpio enamorado. El poema que se enamora de la
chica-milagro
y está
obligado a sacarla más favorecida, más encantadora, más. Aún. Todavía
no es
bastante esa llama en los ojos, ese tono de piel, ese esmalte de uñas, rojo
como una comunión. Las pestañas
tienen
algo que decir, hablan de la primera noche, cuando empezaron a soñar despiertas
como
familias
sin honor, en la estacada.
Se
produce un desmembramiento lúcido en versos o secciones rítmicas. En el árbol
del jazz
resultante
al recitado mental, inherente a la manera en que la sombra accede a las partes
menos evidentes
del
lenguaje, las zonas intuitivas y menos seguras donde las asociaciones ilegales
cohabitan
con el fondo de un amor barato, crece un alma descalza -como sacada de una foto
de Walker Evans-
infectada
con el virus de la vida eterna, siempre hambrienta. En el espacio
propicio
al crack y sus lesiones, precipitado en el barro, ajeno al sol.
Para el
poema, es mucho cielo. Si esta chica especial no ha escuchado nunca Sweet Talker
ni ha
tropezado en su pulcra factura, su destello y su seria, acrobática línea y, no
obstante, ha sido
tan
capaz de volar un globo con los labios vendados, de subir por la escalera de
incendios
y bajar
de un salto mortal. El poema regresa porque es su deber (nadie se lo exige);
retoma las huellas en la nieve
blanda,
se esconde en la palabra de aquel hombre sin pan. Así se restablece,
se ofrece
una reacción más interesante que la divina pauta, superior al orden del día de
los ángeles o la intransigencia
de los
seres completos. El nuevo mundo angustia, provoca sudores fríos, palpitaciones
y retornos,
agua la
fiesta de la poesía débil, la que intenta y fracasa en la intentona, la que se
demora
en exégesis,
continuamente hablando de sí misma con tan escasa
elegancia
y tanto acierto.
Ah, el
poeta fracasa, falla y se concentra en su debilidad, en su endeblez; es el
favorito de la muerte, busto
ideal
para el autor surrealista. Ya se acaba en su lectura fanática y escasa de
aquella hermosa Emily D.
La ignorancia es el arte. Sin decisivas fórmulas, y sin ningún poder,
es posible anunciar el desacato perfecto,
la
perfecta insumisión que ejemplifica la magia, el rechazo a las leyes de la
crítica pura, la noble
física y
su patriarcado. El poema torna al eco de su íntimo silencio,
a la
frase corta recogida en el libro, al mar del que surgió
cuando
la luna perdía lágrimas de oro y la felicidad se explicaba en la carne de una
aurora indiscreta.
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