Ella muy
británica; y en la pared alguien ha escrito: punk is dad. El amor ha terminado de ponerse a régimen,
sus
rosas se pronuncian solamente en la barra del bar. En la puerta, la mala
educación
anda
vendiendo señas de identidad, trapicheando con la bruma. Las águilas
no
remontan sobre la niebla, los autobuses llegan tarde (lo que no tiene nada que
ver). Ella camina porque está
a dieta
y su rubor viene de parte del humo; ayer hizo un cameo en el vídeo de la cámara
de seguridad del banco,
pero
nadie la vio. Accede a cantar ya cerca del centro del parque,
donde no
se aventuran los valientes y las posturas son más grandes que en ningún otro
lugar. Es una canción
ensayada
en el antro familiar, lo que se llama un ático fallido
o un
panteón elevado, un sitio para la reflexión y el esparcimiento póstumos. Como
se sabe, la vida
sigue en
manos de la policía, que ha decidido patrullar un día sí...
Su
nombre es también J. Bailar, lo que se dice, tiene unas piernas fantásticas,
células
de agitación, comandos especiales. En la librería, busca un título de
maquinaria perfecta,
algo
como La Casa de Hojas pero con más enjundia y parentesco, algo del clan. Libros
y discos,
la calle
y el amor. Un corazón se ha revelado junto a la última pintada de la tarde,
se forma
con los dedos y en él caben dos gigas de cariño,
una
película en versión original.
Su obra,
amén de milagrosa, se muestra accidental. Los directores (el del instituto, el
de la sucursal) admiran
el
desempeño básico de su rostro delineado por la superficie del tiempo y la
hondura de las emociones,
el surco
lácteo de su vena artística. J consiente en ponerles las cosas
difíciles,
habla solo en su lenguaje de signos, su argot monumental, una pirámide de
letras
lanzadas
contra el viento, huracanadas en una especie de salto positivo. Su idioma no es
francés ni castellano,
aunque
limita con ambos espacios naturales y deposita bocanadas de aliento al pie del
arco iris centenario.
El
tiempo ha resuelto salir al paso para sacarse unas monedas: cobra por adelantado.
Ahora se ha detenido un rato
y los
muchachos aprovechan para pensar en sus asuntos, planear grandes
asaltos
por las alcantarillas, establecer sus propias rutas del fracaso, los planos
digitales de su libertad. Mientras,
papá
vomita en la escalera o sin dejar de andar, lleva una botella
de vodka
envuelta en una bolsa de cartón más clara que su facha estropeada. El hígado no
tiene patria,
su
patria es una cama de hospital, un gotero permanente, el pasillo más largo de
la historia de la enfermedad.
De
fondo, desentona una música romántica, es un lirio volador sumergido en el
canto,
sordo
como las afueras del sueño, sórdido como una catedral o el fémur roto de una
buena mujer.
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