Duerme
la ciudad bombardeada. Entre las ruinas, Jordan susurra una plegaria. Si no
piensas en ella…
De
vuelta al parque central, la hierba alta. Oh, palomas gruesas,
enloquecida
orquesta, plumas ardientes, vacuas. La vacuidad del contorno, el infinito, la
vanidad de los enamorados
que lo
fueron. La luna frunce un millón de olas, su frente máxima,
sopla
tormentas de oro en el desierto. En el parque nada ha vuelto a ser igual. Nada
es igual.
Las
chicas apedrean sombras diferentes, roban en distintos edificios. Ellas se ríen
del
poeta que es tan débil, que se las compone y pasa hambre cada vez que graniza
en el jardín.
Se ríen
del hogar austero que desluce, que no puede llamarse la casa de alguien, donde
el humo
funciona
como falsa atmósfera y la humedad se filtra en los mosaicos. Hay en la casa un
suelo de listones abiertos
en los
que florece la miseria. Personas como hongos entran y salen sin tocar el
timbre.
Ahora no
se puede dormir. No se puede vivir. Vivir es para los tibios, civiles asentados
en su reino
familiar,
príncipes enlatados. Ellas mejor se mueren de repente, con discreción,
sin que
suenen las sirenas ni las cruces ausentes se propaguen y prohíjen la
destrucción del gueto, la peste en el distrito.
Las
trompetas desafinan como si fuese ayer y el jazz continuase fraguando su
protesta. El piano
sigue
autodestruyéndose todas las noches cuando silban las doce y la carroza
del
cuento se convierte en un remolque cargado de diamantes.
Jordan
ha asimilado el cuadro; le gusta pintar. Dibuja estoicos sombreados, ligeras
bocas de incendios de las que brotan
chorros
inhumanos, curvas lógicas para deleite de las mentes puras. Y los críos
franquean la puerta del dolor
hacia la
fresca inmovilidad de los blancos surtidores. Trazos flamencos, lúcidos y
vulgares: el cuerpo
femenino
de aquel árbol intocable, la proeza del gorrión en la distancia. El parque, a
la vez –esta vez–, fosiliza
el
silencio, se nutre de una mortandad de vívidos consejos, vidas hechas a imagen
de una gloria pesada,
ordalía
de pecados sin nombre. Al papel en blanco, llega la calma; tiene algo de
guerra, también parece una fiera sombría.
La
solemnidad del color amanece en los márgenes, dobla su esencia en las paredes quemadas
hace un siglo,
disfruta
de este negocio entre pares: una gota de lluvia o una lágrima.
Ruido es
ciudad. Pero entonces el ruido era un antídoto bastante caro. El rap imponía
condiciones
a la
música, dominaba los aires y los ángeles precisaban de un hueco en la madera,
un libro compacto para eludir el invierno,
la
caverna mística que permite al eco revestir su desgaste de esperanza. El rap se
abotonaba la levita,
levitaba
como reconstruyendo la trayectoria de las últimas balas. Otro tiroteo en paz,
otra invasión de azules
antes
del púrpura germinal y auténtico. Leves tobillos adecuados a la danza; la nieve
en prosa
de los
fusiles automáticos descargando su acento lacerante en la cazuela del odio.
Algo se
disuelve en la materia, por detrás de los biombos, entre medicamentos inútiles.
De improviso,
la
cantidad de las bombas que caen como rosales o cerezas. Si acaso alguien
llevase el traje nuevo, recién comprado
para qué
ocasión desperdiciada, si alguien llevase el vestido rojo y el niño saltase en
sus zapatos negros de charol
brillante;
sería la sangre otra sangre, otra manera de morir se abriría paso, tan diáfana,
y los perros
olfatearían
el desastre con la debida introspección. Quizás los lirios habrían ganado la
batalla a la belleza
definitivamente.
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