No hace falta correr. Más. Ahora suena Nas
con AZ y el parque
rumia su cubo de serrín. La bondad
creció en el árbol y era una historieta gráfica para los niños de aquel
tiempo. La verdad tan radiante
suscribía acuerdos en beneficio
de los desposeídos, no tenia rival. Las
hermanas caminaban por la acera sin importarles la noche
cogidas de la mano y nadie. Se bajaba
del primer coche robado a mil por hora
que al pasar el puente rodaba hacia la
estratosfera como una silla eléctrica.
El rap recordó la belleza de las notas
amadas en silencio. La conjunción entre sistemas distintos:
literatura y deporte, arte y
renunciación, sexo y misericordia. Jordan se dedicaba
a retar a los pájaros cantores,
canarios de la mina que alumbraban el aire, ruiseñores independientes,
jilgueros
mínimos hechos a la fuerza del hierro y
la voluntad de la borrasca. La hojarasca
solía envanecerse, revolotear en
torbellinos múltiples; hojas insumisas como jóvenes parisinos de vacaciones. La
marsellesa
en un poema regular (a cuestas con el
día de la boda).
Había un himno nada religioso que
abusaba del gótico a la carta, y de su eco: Boog Brown, qué decir,
alguien del mundo restaurando la
monotonía de las bases. Por lo general, ellas paseaban sin deberse –ni deudas
ni deudores–, orgullosas de su piel,
sus posesiones. Pocos se atrevían
a silbar su desaliento, sacar la mano
fuera del bolsillo. El hombre que pedía una limosna
establecía su récord, se batía a cada
instante con la propiedad y sus miserias, pisoteaba los cardos del apocalipsis;
ellas tocaban su melodía indiscreta
como si fueran reinas del carmen, flores óptimas con su canción y todo,
ebrias de falsas píldoras modernas. Qué
incómoda creación, si daban ganas de ocultarse en el infierno,
oscilar entre dos civilizaciones, una antigua
y la otra de Caín. Cuánta estirpe
y qué debilidad; los ojos siempre al
contrapunto de lo que no se deja ver.
Cuatro hermanas y Jordan, que las mira
con unos prismáticos hallados en el fondo de una botella
pero sin mensaje redentor; el medio es
el paisaje. Se ven horizontes de pega hinchados como vientres infantiles,
nubes rojas literalmente alzadas
alrededor de un punto negro indescriptible. Bella
estética de la enfermedad y la impostura.
Las manos intentando ser menos cobardes que la voz,
los dientes entregados a la risa seca
del dolor vibrante; ¡qué gesto enardecido!
Enarbolar una bandera no presta ese
carácter ni realza tanto el ideal protagonismo del baile postergado.
Qué ausencia de sangre, qué fragmento
escaso. La sobriedad
del ser exhibiendo su exacta factura
natural, su conversión gloriosa. Mirada y objeto, ángulo y variable,
parejas ganadoras en un espacio justo,
un encuadre negativo que no busca el apagado
tono de la relatividad, sino que
persevera en su futuro. Jordan que no es la hermana
menor, aunque su sombra quede algo
borrosa al pie de la fotografía.
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