Donde no hay paso de cebra, prototipos demacrados cruzan la avenida,
llevan el síndrome
colgado de la nuez como un ahorcado sin divisa, vuelan como el
periódico de ayer. Los cubos arden,
echan chispas las antenas de la televisión. Reunidos en torno a la
bandera que emite prólogos
ininterrumpidamente están los oradores, subidos en cajas de pescado,
depurando responsabilidades. La política serpentea porque no es exacta,
ronca y se investiga a conciencia al despertar.
Los hijos de alguien salen de casa con un puñal en el bolsillo,
son buenos chicos con alguna excepción capitular. Argumentan en el
grupo de debate pero es mejor dejarlos ganar.
Qué ampulosa se tiñe la tarde con sus grados de sombra y sus sombrillas
desplegadas
como las alas zurdas de un dragón ornamental. En el grupo de debate hay
un dragón que razona, tan persuasivo
que no necesita fuego para hacerse entender, silencia las miradas
críticas con un leve
aleteo de sus fosas nasales, es huérfano y ha pasado la niñez en un arcón.
En el colegio había buenas personas que cumplían objetivos docentes con
entusiasmo
digno de mayor discordia. Sin aliento terminaban las madres su clase de
yoga. Luego todos en familia al comedor social,
tipos hercúleos adoctrinados en el cristianismo a la espera de un
milagro consecuente hacían
cola junto a la nación sin techo, el eslabón perdido de la lucha de
clases.
Jordan y su camiseta con la cara del Che, con la cara de Obama, con la
cara del Ser. Ser que podría ser
extraterrestre, pedir limosna con los cuatro brazos extendidos, saber
dónde está el sur, cuándo decir la última palabra.
El Ser que sabe estar, aguanta el tipo tanto como la
respiración, bucea en el acuario hasta el eclipse,
se ríe del poema desconsoladamente.
Hay que fumar porque el parque se ha llenado de gente interesante que
no tiene papel. La policía
enfoca a los aullidos y le pone las esposas al detalle. Tronza extremidades
demasiado largas y traza líneas fronterizas
sobre el campo de juego. El tren ha partido el paso de cebra en dos
mulas viejas. No hay
luz en las ventanas: se ve que el tiempo ha retrocedido unas décadas
sin ningún inconveniente
y los poetas se chivan a Whitman, calcan el sentido de Neruda, atesoran
resmas de papel carbón para el rescate
del Arte. Silban una canción profesional en pleno siglo veintiuno,
ignorantes de la fatalidad.
Hasta Jordan tiene que ver. Ensaya su lagarto-lagarto antes de hollar
el mármol atlante del templo,
toca madera, cruza los dedos rotos en cuatro ramas filosóficas. Se ha
hecho un selfie con un árbol del montón,
nada especial, uno de raíces azules con flores de plástico: estaba muy
aplatanada. Las horas disimulan su tic-tac enorme,
tiemblan al paso de un reloj de arena. Suena el precioso himno de un
canario minero,
¡ah!, y la nostalgia de la muerte invade el escenario con su pequeña
dosis de satisfacción.