Como los ciegos, dobla la voz sin conocer a nadie.
Arras sobre su pecho abierto,
sobre su boca, trece monedas de oro. Es la mala
fortuna de los príncipes,
que se hace de rogar.
Camino de ninguna historia, la ciudad se defiende y
esconde el estandarte de su línea del cielo, los palacios
permanecen a resguardo del bosque, edificando sombras,
arcos y luminosos portales.
El buhonero se nombra, se despide, se fisga y se
insinúa en medio
de la conversación; sus manos cargan con el signo
de los años perdidos, sus dedos proliferan,
mansos sarmientos. Del hospital brota una columna
de humo, invisible entre la niebla y las estelas sucias de los árboles.
Torres blancas que avanzan hacia el puro abismo de
la salvación, cofres
que rondan la riqueza y vislumbran un pasado
retórico (o feliz).
Ella tiene que elegir un noble abatimiento, la
sinrazón que anula profecías y salmos, el salvaje
descuento de todas sus presencias. Grabada en un
carmín de plomo, en la nube que salta
dolorosamente. El sol ha de salir por debajo de
Marte,
con el aire de cara y la música tropezando en el
dorado micro del rap.
Las chicas usan su poder, pero ella conduce una
manada de ingenios,
larvas y motores. La farmacia dispensa órdenes
sagradas, las montañas auscultan la tormenta, ahora,
ha perdido peso la lluvia. Este cuadro ya explota:
el parque ha decidido regar
una estación del universo. Jordan se cansa de
esperar, sigue esperando.
Como aterrizan las perlas en su garganta débil, su
canto se prolonga como un adiós
entre puñales. Las pantallas discuten la longitud
del viento, giran al terror sin avisar siquiera, con una levedad
que no es del mundo. El arte ha naufragado de nuevo
y Roma arde de pie.
Porque el sueño es intención del arte y prende como
las selvas de Montana o el organismo boreal de Alberta,
se deposita en la tierra como un río de lava asustadiza,
sucumbe a las promesas
áureas de los comediantes y a la amplitud del mal.
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