Arroja un penacho de vapor y asciende; la atmósfera es color de luz,
abajo todo es blanco, lejanía, arrullo. Debajo todo es tierra y más
aún, tierra bajo la tierra
y más aún, máquinas que fabrican sueños, cuerpos
de papel. Es por eso que se mueve como una bala de cañón, tan rápido
como la letra del rap,
deprisa, sacando brillo a los muros de la cárcel, emplumando el asfalto
con su acento,
como un suspiro en fase, una situación. No ha llegado pero es una
carta,
un envío postal timbrado ayer, escrita cuando inquietaba el amor,
escrita ahora que ya no inquieta el amor,
ahora que el amor es un valor en alza y la sordidez solo perturba el
ánimo de Esmé.
Maya conoce la sordidez de las personas, sus antojos, sabe
que el odio es un valor en alza, sobre todo en prisión. Pero canta, su
blues es parte del Estado que calumnia, un río
sediento, un alma para la justicia. Ella es el ángel que fue. Durante
una vida,
es un ángel masivo, infinito como un verbo que no deja de hacerse por
el mundo.
A punto de caer antes de tiempo,
de estrellarse contra un altar, no contra cualquier monumento al olvido,
no contra el palacio en ruinas donde la princesa estalla en lágrimas
cada noche y las palomas
trasportan, una a una, las perlas de su llanto hasta el estanque, que
florece.
Es contra una sombra pendiente de una columna de humo. No contra Jordan
que fuma en su retiro,
exhala lazos de su espíritu, vuelve a distanciarse.
Jordan fuma detrás del camposanto, junto al débil perfume de la hierba derretida,
de la vida resuelta,
recogida en montones de hojas secas, tanta naturaleza que no existe
expuesta como en un museo, rea de su espontáneo mecenazgo. Su casa es
la casa del árbol –ya la conocen–;
yace ilustrada en el plumón del arte, el cuadro ingente, el poema corpudo,
la escultura grotesca,
metal, tinta, color. Escucha el crujido de la sangre y vigila su
metamorfosis. Capataz
de la forma, su pelo en formación hacia las tablas del aire, el panteón
celeste.
Qué suerte al fin. Pues tampoco es posible la restauración, sí el
desencanto que anima los corazones;
al final es posible, y sin consentimiento. Abrazándose a la cinta que
señala el tronco y lo pronuncia, nombra su edad
y su tamaño, rasgando la guitarra del sendero, cuerdas crepusculares.
La lluvia es un deber, con ella,
acude, arraiga como imagen y como sentimiento, desborda el contorno de
la idea y se produce,
más redentor que artista, más ángel que dios, más espejo que trance.
Jordan reconoce su destello. Dice que no. Pero es solo una palabra, apenas
una sílaba inconstante
que nadie escucha cuando cae del cielo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario