Ha volado como un misil intercontinental
hasta Los Angeles (CA), donde hubo una ciudad que ahora es un lugar
bajo la niebla. Las viejas urbes colosales
han dado paso a una bruma versátil e inocente que lo todo lo transpone
y lo desmanda. Los tranvías sepultaron sus raíles. Un complejo de tormentas
eléctricas,
brasas y centellas, una nube de pavesas inundó las autopistas
de la comunicación; los ordenadores perdieron la memoria. En estos
momentos,
hay que gente que está aprendiendo a escribir,
y sobrevive. Jordan lo recibe, tímida y reluctante: es insuficiente,
pero quema. Es también adorable,
semejante a una flor en transición, una trampa adecuada a la melancolía
y el ansia
que palpitan bajo ese nulo síntoma de luz que reverbera
en la distancia.
Resulta tan breve y tan desnuda la caricia que, de pronto, se confunde
con el aire superficial y ecuánime,
la insana brisa que duda entre raspar o hacer herida, entre abrasar
y derramarse, extenuada tras el drama continuo del océano, que burbujea
de exilio y ominosa
inacción. El roce se antoja, sin duda, obra romántica;
versa sobre el deseo y la policromía de las rosas que invaden la
imaginación con sus relámpagos afables y su plana poética,
superior a todo lo visible en un rango ejemplar,
delimitado por sombras y sombreros de copa, izado como una bandera corsaria.
Un toque leve,
la bola roja que perfila las bandas antes de impactar con desenfado y
sin estruendo en las dos dianas, marfil contra marfil,
pecho con pecho de la misma sangre.
No ha sucedido, siempre que el espejo no refleje la sorpresa, huérfano
el oído de referencias
válidas; la piel totalmente fuera de contexto. Piel que fuera muralla y
fue desierto,
alameda sin árboles ni maravillas, jardín sin la espuma del mar ni sus
delfines.
Reacciona el alma en riesgo frente a la pincelada inexacta del Amor,
sublime derrota en varios frentes,
ambas mejillas, como en la palma roja de las manos. La entera región de
Los Ángeles en California otea su propio
horizonte con infinita paciencia: hasta encontrarla. En la avenida que
salía del cerro,
diagonal y plácida, ancha y terminante, en su longitud fotográfica,
el dorado polvo de los sueños inmunes a la esperanza; una plaza sin
estatua ni bullicio, sin orquesta
ni látigo que restalle en el silencio de las amapolas, en plena e
indecible soledad,
reina de su halagüeña miseria, descalza y todo, incluso demasiado
perfecta
para ser sostenida por las balas, tatuada en otra imagen más cercana a
la realidad que la música rota de los altavoces
que se afina en el recuerdo.
La sirena despierta como un animal salvaje y entonces
se incendia el terciopelo, la felicidad cobra la torpe apariencia del
secreto, muestran su orgullo las lágrimas;
hay un águila bebiendo en un vaso de agua, un león en la escalera del
portal;
es magnífico este episodio cotidiano, tan ausente como si hubiera
dormido en la conciencia
durante una eternidad, tan blando como una pelota de goma en el pasillo
del colegio, tan dulce como el mejor
pecado de la historia.
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