Es como tirarle una piedra al tiempo
y acertar por causalidad. Tocar las campanas de la iglesia que arde.
Las cosas arden más de lo que parece:
mirad al cielo. Ahora se escucha un silbido, el aviso acordado; alguien
viene sin invitación. Entonces hay que tirar una piedra sobre el muro y
esperar
la buenaventura; el azar es un número inverso que masifica las
intenciones, las priva de finalidad.
Aparece el poeta con un cardenal en la frente, la marca de una bofetada
en la mejilla, cinco delicados dedos estampados en orden sibilante,
orgullosos de su creación.
Había luz, pero solo un minuto, durante el riesgo, un fragmento de
interés;
se aprovechaba para coser
las heridas, buscar la moneda de la suerte. Hay un extravío connatural
al espacio, es la perdición de las palabras
lo que resulta cuando se habla del silencio.
Las chicas están protestando contra el racionamiento, también
contra los ladridos nocturnos, toda clase de ruidos y menesteres
turbios, una suciedad que se retroalimenta,
difusa menos en la tísica cochambre que genera; la basura aplaza el
orden mental,
consigue unificar las miradas en su dirección epistolar,
oh, inmundicia gravitatoria, miseria en estado sólido. Ya es posible
llevar un trozo de miseria en el bolsillo,
no pesa tanto como la verdad que la mantiene fresca. Estaba en el
recuerdo que el autobús de las diez y media
hace diez años y medio que ha dejado de pasar tocando la bocina; donde
hoy se luce
un comando de buitres.
Antes de ayer, o pasado mañana, el poema trataría de la sangre, que es
todo oídos. Este… y habría
edificios –eso– amontonados como furias, un dolor en las yemas de los
dedos como de entintarse y declarar;
los ojos llegarían a la cima del mundo para ver pelear a los colosos,
superhéroes del techno y la segregación. Nada que decir de los abismos
hechos a la medida de la industria
pesada, con sus toros mecánicos levantando imperios económicos a pulso;
la libertad
del obrero siempre a cuestas con su blues amortizado.
Jordan con el pronombre en la conciencia, más poema que nadie,
deshidratada,
absorta en la conjetura de su órbita alrededor del verso, nada
deprimida a pesar del estilo
fraccionado, los dedos fracturados en comisaría. Ella y su certeza, esa
extremidad ideológica del beso, absoluta
como un escalofrío, un trozo de sandía entre los labios justo cualquier
tarde de verano.
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