Era un mundo convulso: ¡ya no hay mundo! Una sábana oculta el
escenario, se come la hierba;
pero la hierba continúa en pie desde que la pisara el profeta.
Montañas de palabras, tres o cuatro verdades en penumbra, en almoneda,
llenas de postillas,
apostilladas. El agua hierve ahora por encima de todas las cabezas,
evita
la explosión, la explicación debida, por qué ha caído del cielo una
certeza, qué revela y qué esconde en su entraña
meteórica, metafórica, dónde queda el pequeño estilo
de ser libre, el estilo en línea recta de los arquitectos probables.
Ahora que la sangre
ha llegado al agua transparente y ha cegado los pozos con su atuendo,
que la piel
importa tanto como una semana de vacaciones en París.
Este deseo se las apaña. Encuentra la salida, tiene el vicio
extraordinario de salir de noche y ocupar cavernas como lugares de
paso, túneles
diminutos iluminados con antorchas o miradas ardientes.
Es importante pasear por el centro del parque sin un arma,
sin alma que ofrecer al caminante, retador y logrado. Jordan se atarea,
lleva a su perro de guardia y le deja beber
de la tercera fuente. Ambos se relamen, disfrutan de una terminación
neuronal a ras de tierra;
así olvidan el futuro que acecha en la copa de los árboles, lanza
saetas curvas con extraña destreza. Se trata de pintar un cuadro
extravagante
que no valga la pena (por el momento) y colgarlo de la valla,
compitiendo: ¡déjalo que compita con el cielo!
Alguien lo ha hecho, desde luego; era una pieza redonda, lista para el
mercado,
representaba el mundo que no existe en todo su esplendor,
las mañanas audaces repletas de comercio, los columpios y las
ejecuciones.
Comenzó como farsa, dando coba, el inicio perfecto. Y se fue
expandiendo, propagándose por el extrarradio,
el subterráneo globalizado y su panel de control. Unos se quitaron la
corbata y la colgaron en el armario, después,
se colgaron de una rama baja. Otros brindaron y brindaron cerca del
cementerio,
cerca del aeropuerto, en algún sitio cercano a la debacle. Hubo
atropellos masivos hasta que los vehículos decidieron un plante descarado
sin móvil aparente.
Jordan fue creciendo y conoció. A Maya antes de nacer. A otros.
Aprendió a defenderse del Arte y sus motivaciones,
narró el espacio como carne de horca y fue su melodía un medio
curativo. Rezongando,
filtró su bálsamo entre las hebras de la primavera; hilvanó un segundo
milagro, en un segundo, y llegó a ver a dios mirando por el ojo de la
cerradura. Se había roto
la Luna en siete pedazos minerales sin que la religión ofreciera
respuesta. El poeta intentó un recurso al Amor de siempre,
su ensayo preferido alrededor del fracaso. Entonces,
ella esbozó una sonrisa desde lo hondo de su corazón –una mueca
endiablada–
y la gente dejó de comer por un instante, los verdugos hicieron una
pausa, los gatos rechistaron.
Cuando el tiempo cambió de dirección y empezaron a obrarse los
recuerdos.
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