Se ríe del poeta
durante un destello o un eclipse, un instante de vida que se parece al
cielo y huele a mar. Descalza
por la arena del parque, frágil como la hierba roja que hace cosquillas
en los pies
y esconde una miríada de pequeños valses.
Jordan se ríe o esboza un relato de sonrisa americana
de caligrafía impecable. Y su blancura se estrella
contra la superficie del fracaso con dulce estrépito de dientes rotos,
porcelana hecha cisco.
El poeta en el árbol, su atalaya,
preso de convulsiones y reformas, sin medicación. Y el verso que bordea
la cocina del invierno
y su bowery recto hacia el coral o la sangre. En la anchura de la
avenida se adivina un conducto
infeccioso, río sagrado, caudal de sombras y portales. Es como si South
Presa pero huérfana de milagros,
viva de milagro, entregada a la odisea del tiempo.
No hay disparos, ni rosarios ni templetes para la banda; solo un banco
abierto donde robar a plazos,
una gasolinera experimental donde darse por desaparecido.
Anne-Marie suena a todo pulmón –apabullante–, su voz es la banda sonora
de los chicos raros, su voz suena
en la iglesia, su voz es un resorte que restalla en el patio
clandestino, en la guarida del pez. Cierta trompeta desafía al rap; y
el piano es un compendio
de necesidades, una aplicación marxista fuera de la realidad.
Fuera, la rabia se ha desarrollado –jajaja–, firme en su confesión de
angustia revolucionaria;
tiene un modelo en mente, una top-model en mente con piernas de cristal.
El barrio ahora
tan sofisticado como una novela corta leída por el polvo. Jordan pasa
con las chicas: todas se derriten
mientras el sol toma ventaja a las horas y deposita un peso de oro
en las manos de la tarde. El parque apunta alto, dedicado al comercio
de la tranquilidad.
Las palabras, entretanto, parecen en dificultades,
caminan sin hacerse eco, cada una pisando sobre las huellas de la
anterior, utopía sinfónica o sinalefa
grotesca; el poeta las lanza como si fueran dardos impregnados en viento:
es que está soñando con ella, su chica de verdad extravagante.
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