Las pesadillas del parque son premonitorias; esto es lo que ocurre
cuando duermes al raso. Y las estrellas
doman su luz, hacen restallar su látigo de distancia en un movimiento
defensivo. Entonces el estanque se rebela y enumera su oleaje
sin llegar a cien. La gente cuenta limusinas para coger el sueño,
pasan rápido por la curva y se despeñan, todas van hacia Hollywood,
llevan el emblema del estudio, el hollín del último incendio
y su claxon es un grito reciclado en mordaza.
Hasta las tantas Jordan despliega su voz
que es como un ala casi rota; duerme hasta las tantas, en silencio. El día
vaticina una insolación
detrás de un vuelco partidario, corazones en dificultades y animales
hambrientos.
Se produce, en cambio, un vuelco parisino y las casas bajas estiran el
cuello de cisne enladrillado
antes de la refriega. La música corrompe el escenario, se come la
partitura, viaja sin billete
y no se apea en el Bosque de Boulogne; sigue sonando con el tiempo
encima, el egoísmo ausente de su melodía.
Antes de que empiece el tiroteo, el cuerpo desvencijado del viejo
edificio anuncia la trompeta redentora del jazz,
vibra y la tormenta parece un ejercicio de entusiasmo,
reverdece, y lo cuenta. Jordan ha bajado a la calle desde cualquier
estatua, es una profetisa
del espacio y sus labios retan a la noche en español: tampoco han
besado.
La vida se reduce a una promesa de plenitud, es una forma. El
agradecimiento por un pedazo de pan,
la sorna con que las palomas se apropian del insomnio, gatos animados
fingiendo contorsiones. La gratitud es parte de la representación y los
muchachos
representan el odio: han jugado a la ruleta con una bala de plata y una
botella de anís.
Ya no sale humo de la sangre, ni brotan verbos claros del amor. La
cumbre tiene la piel
quemada, el infierno está en los huesos, el cielo es una base de
nostalgia. Jordan viene del paraíso con un joint,
fuma y olvida toda la felicidad, la buena estrella que suena como un
tiro de gracia
o como un beso.
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