relatos, apuntes literarios...

sábado, 31 de diciembre de 2016

tan triste


Dañarse el uso frágil del olvido
y dar un salto al borde del fracaso,
soñar, morir tal vez, dormir al raso
como un jilguero preso en su latido.
Cambiar la voz profunda por el ruido,
romperse el corazón, morir acaso
de amor (si así ha de ser), andar de paso
por el silencio y el amor perdido.
Lanzar un beso al aire y otro beso
que caiga muerto por su propio peso.
Besar en el fragor de la distancia.
Perder el juicio y planear la huida,
preso en el eco de una despedida
tan triste como aquellas de la infancia.





FELIZ 2017 A TODOS. GRACIAS POR ESTAR AQUÍ UN AÑO MÁS

miércoles, 28 de diciembre de 2016

procesionaria


No hay camino fuera del poema, (en un susurro: fuera del parque). Lejos del parque se agota el excepto, se despinta
la carne, saltan los goznes de las puertas del cielo. Anda que el cielo es un pequeño
lugar dispuesto a todo. Hay una escalerilla para subir al mundo (que se resiste,
¡no existe?); hojas secas que se pisan con cuidado porque muerden, flores
secas que se plisan como faldas por encima de la rodilla,
¡hierba! Donde las partículas saben algo de su trayectoria y sus interacciones familiares
(y su flaqueza). En la estrofa se dan cita los problemas, tanta rima
roma, tanta flema.

Se sube por las paredes el poema escrito en la pared, gatea un poco a gatas, linda consigo,
orgulloso como una oruga procesionaria;
créanlo: con sus cirios pascuales y su conciencia expandida, docto, acostumbrado a la literatura de precisión, a Proust
y Henry Roth (¿cuál de los dos?), sus tragedias indivisibles y perfectas
como ramas de un sarmiento.

El poeta no en el ciprés, sino en el árbol, uno sin nombre tan altivo, sin desplazamiento vertical. En el árbol
al que ha ascendido rompiéndose las extremidades. Solo para fumar
en un espacio probable, indistinguible del aire que se funda entre raíces y cuerdas. Esa promiscuidad de la Naturaleza,
su buena letra al pie del carmen, incursionando en nubes deshinchables e infinitas
acuarelas de otoño, multitud de relojes atómicos sincronizados al ritmo de la creación o el silencio.

A ver si Jordan va a haber profetizado un monaguillo subiendo al campanario y eso es todo lo que importa (el poema),
la poesía de la insinuación. He aquí la parte chunga de las contradicciones, la que se entiende y habita entre nosotros
echando humo como una máquina de poder, apisonadora de lunas, cortadora de panes y pececillos tiesos. A ver
si Jordan ha deificado una palabra de más por decir la verdad y hacer la luz. Es un hábito
que no reporta beneficio el de no mentir cuando procede; doble
inteligencia presta a la abnegación y la ofrenda, dada al holocausto de las sensaciones, precisa como un adjetivo
enorme lanzado por la crítica.

El poema se ha ido de pesca por la ruta equivocada, sin rumbo
personal. Se ha perdido el horizonte igual que un amanecer bonito después de haber bebido una copa de más,
luego de haber sufrido un exterminio de más, de haber sentido el alfiler del coleccionista
perforando el pecho corrupto, lleno de amor hasta la bandera negra de la vana esperanza, lleno de miedo
y óptima filosofía.



lunes, 26 de diciembre de 2016

mundo paraíso


La poesía es larga. Es un sótano extenso. Como un ático después de muerto,
derribado y vuelto a construir piedra sobre piedra, hielo sobre hielo. Es preciso avizorar
la presencia de los remolinos, observar el bosque que se te echa encima, el cansado
río que gana velocidad y se vuelca en un mar de nubes ordinarias, lanza una mano gris hacia la altura.

Desde este balcón antiguo, la luz moldea una realidad incesante, una lejanía
de modo, la forma desvestida, desvivida, hecha pedazos por el tiempo. Los hombres van y vienen, se abalanzan
contra el fuego como si hubiera otra manera de morir. La poesía enseña su tumba amarga,
te coge de la mano por las calles románticas del cementerio, te conduce a un lugar.

Hay que morir despacio, mientras se lee, después de haber leído; hasta ese momento –tan elegante– de la desesperación,
la desaparición, el truco definitivo del artista que eres. Desesperar el Arte, desesperarte y volar, la mente
puesta en el suelo que se hunde, el reloj que acecha.

A posteriori, así es como se entiende mejor, como se trazan las páginas; la poesía es un acto seguido,
una resurrección más llena de significado, más de caminar sin estar vivo,
hablar lenguas extrañas largamente olvidadas, escribir en la puerta del retrete una canción de Dylan, al estilo de Dylan,
y ganar el premio adolescente. Algo divertido en esta tierra extraña sin lengua nacional. Tú,
escritor nativo, luminoso igual que un sol de fantasía,
forzado a la pirueta luminosa y nativa, al engaño de Whitman y la ferocidad de los exégetas.

Damos vueltas por la bohemia con una botella de litro que se acaba
o se eterniza, según la estación. En el andén los trenes reposan en familia, domesticados e intactos, hartos
ya de su comida de roca, su desayuno lunar. En el alma, un lupanar abierto, el gran desorden de las malas intenciones,
la dispersión fijada por la naturaleza. Y se va escribiendo el poema a grandes rasgos,
rebuscamientos y funciones que trabajan en pro, con entusiasmo digno de su entrega, reiterándose
a cómodos impulsos, instalados en la facilidad de su misterio.

En el ala estúpida de un pájaro caído se halla detenido el poema (y su circunstancia). En el charco
hondo y supurante que busca la herida con ahínco; así está en la mancha oscura que aparece durante las noches de estudio,
en la proximidad de la calle que nunca termina de acercarse a su postal, no acaba de llenarse de aceras
monstruosas. El verso y su propiedad conmutativa, ¡ah!, su grandeza.

Se alarga sin motivo y sin haber dado muestra, es un revuelto que resuelve;
duele en la matriz, se acuesta como una flor. Aquí su recta vía se bifurca; por aquí se despeña. Nadie lo ve caer
porque nadie ha descubierto su destino: en una sola vida, el mundo paraíso.




viernes, 23 de diciembre de 2016

pura retórica de labios estelares


Es la retórica del beso –estamos en ella–, pura retórica de labios estelares. Árboles gigantes
como estatuas establecen el perfil sinuoso de la ciudad, contra ellos
Jordan se recorta levemente, siempre contra una muralla de invierno, la vacuidad
inerte de los panoramas y su normativa.

Antes ha irrumpido la Historia con su ejército de acontecimientos
prescindibles y su vis canallesca, tan íntima. Brigadistas anónimos cargados con el peso de la suerte
han acudido a la llamada de la poesía, casi inaudible, casi inscrita en el agua
turbia de un charco suburbial, regalada a partir de un cuadrilátero de lluvia,
cuántos litros por segundo, por cada lento parpadeo
del orden.

A las barricadas llegan los poetas –todos con la madre enferma–, tísicos
perdidos al abrigo del asma, con esa correlación de fuerzas que impide el sacrificio
de ronda por sus rostros demacrados. Digamos que el toro se aligera de su raza,
pierde bravura por el cuerno victorioso que se diluye en una columna de humo: nadie lo dibuja bordando
su papel de prolífico artista.

El parque parasita la luz de las montañas, ha degenerado, te saca la navaja y te retira el nombre,
y te llama como a cualquier prisionero del campo; te coloca una estrella preciosa en la mente –algo que encanta
a los niños–, se te come las aceras. Y se burla.

Hasta donde llega el campo y solamente hasta ese punto enfermizo
de no retorno, Jordan juega con una pelota
(azul). Está ella sola y el rebote de la soledad informa de su estilo a una metáfora de espejos, que gesticulan
otros siete años de infancia. Hay un perseguidor (que no es de la familia), alguien
que reclama la atención de la jerga y es nombrado infinitas veces
de manera distinta.

Lo que ocurre en el parque no obtiene réplica ni encuentra correspondencia en el verso;
el viaje es un safari entre fábricas y solares inmundos, el camino más recto hacia la salvación
profetizada al unísono por un Monte Rushmore de atrezo. Pero ahora andamos inmersos en la sagrada elocuencia
del cariño y el cielo no quiere saber qué aspecto tiene la noche,
ni qué profundidad arroja su tristeza.




martes, 20 de diciembre de 2016

el lápiz del carpintero


Hoy florece el corazón del sueño, el rocío se adorna,
la rosa falta a su promesa y grita, exhibe su repertorio de atrocidades. Jordan
ama la luz, pero ha nacido en un país de sombras; la hierba cristaliza
y brilla con un espasmo de fertilidad, púas que rozan la ternura del espacio, se contorsionan y mueren
después de haber sentido la persuasión del agua, su tácita encomienda.

Qué poderosa la flor, ha brotado en la azotea más alta y más lejana, entre cáscaras mojadas,
risas y preámbulos (y nadie daba un reino por su estampa); su belleza destruye
lo que toca. Esta desgana de la fotografía y su pureza de claridad
nevada.

Hoy la mañana ha tardado en confesar la aurora,
se ha subrayado con lápiz de carpintero, tiza roja, ha delineado un monte contra el fondo
seco de la distancia, revelando su pérdida .

Porque la tierra quema y no se puede
andar descalza sobre tantos diamantes, tantos huesos, tanta geografía. El ritmo de una soledad tatuada
gotea su extravío, es una forma tierna de pedir perdón por la nostalgia. El tiempo
es un lienzo para la memoria, el plano donde crean las aves su exagerada oda
y las ardillas rezan un padrenuestro ágil.

Jordan nada en el estanque con toda una estampida de complicaciones
tras su estela de ayer. En la orilla crecen libros de hoja caduca, cuadernos repletos de fórmulas para el pelo. Hoy,
su pelo negro no se contradice, reta al paisaje, se empapa del aroma común. El parque ha continuado
creciendo en ausencia del Arte, ha perfeccionado su cuadro
con una pincelada de tímida omnisciencia.

Ya se pronuncia el aire como si la temperatura accediese a la nieve para generar un ártico remiso,
pero la primavera ha persistido hasta el último instante de la creación
y el poema registra la indolencia de esa figura que modela el fuego, un vaivén
incesante, el tesoro flexible de la realidad acomodándose a una mirada profunda,
ecos de salobre eternidad retirándose despacio como si llorase el mundo su deseo y la vida se fuese
retirando despacio de la palabra
y también del silencio. 



domingo, 18 de diciembre de 2016

los trenes


Nada se parece:
los trenes,
el tren,
el autobús incondicional y sus incondicionales,
el lago que parecía Walden aterido,
el campo.
Los kilómetros por hora y la velocidad en cuestión.

El campo ha entrado por la puerta, ha invadido el paisaje, se parece demasiado a un trozo
de tarta. Ayer, el poema se comía los cardos,
arrancaba en el polvo de la tierra baldía como un bólido natural, se las sabía todas, era un donjuán de las especias
y un labrador infatigable.

Entre los torreones, la naturaleza ha volcado su estampa, el líquido
alimento de su maternidad. La nomenclatura de las plantas escapa a la concentración
de la muchacha; ella posee un ansia verdadera (sin cielo por delante), solo el rumor de la felicidad
acoge su destierro, la recibe
con palmas y secretos.

El espíritu se toma tan a pecho las palabras, las recoge con mimo
y las sube de nuevo a la montaña,
donde aguarda el encanto de las nubes. El sonido es emblemático porque
remite a una satisfacción impersonal. Ella debe tener una persona en cada dedo de la mano,
personas que escriben de abajo arriba o con la mano izquierda de su mano, cierto descuido, una potencia
fuera de lo corriente, como si el suyo fuera un guión asombroso,
con mayúsculas y otras fatalidades.

No hace falta leer, ya nada se parece:
los trenes han evolucionado del hierro hacia la estructura atómica de un vacío
rebelde (con pájaros y todo), han explotado como un motor en apuros, la traca más oscura de la fiesta;
el autobús no se detiene en Paterson,
sigue hasta la correosa mitad del océano a rebosar de pasajeros nocturnos,
turistas encadenados a un mapa simplificador.

Aquí, ella no está. Su voz no rompe el punto y seguido del silencio. No rasga el trapo sucio de la imaginación.
Hemos perdido su guía
de sangre y la pluma ya levita inconsciente como en la sala de urgencias de la estación central.
Ayer el poema se quemaba a lo bonzo. Hoy se dicta solo
–autodidacta– y desciende por el muslo del ángel para grabarse en la tierra con letras
invisibles, símbolos universales en la piel atónita del sol.  




viernes, 16 de diciembre de 2016

lorquiana



1

Aquella tarde-noche dijo Jordan: ¡el arte por el arte!
y se dio un batacazo,
pero de esos que te ríes. Se mostraban las palomas receptivas, abordables con toda su panoplia de gérmenes
activos, en la escuela cerrada te enseñaban a huir de ellas,
en la iglesia te decían que eran hijas del señor (o algo más insano todavía). El predicador
votó a Trump cuando era joven. Y cuando América volvió por sus fueros de grandeza, es decir, tras nuestro apocalipsis familiar,
atendiendo a su verdadera vocación, montó una licorería abstencionista.

Jordan había pintado un pájaro demasiado inteligente,
la pared colgaba agradecida, los vecinos aplaudían con cierto entusiasmo derivado del hachís,
tenían pensado cobrar por la exhibición del pájaro bonito con sus alas de espanto y su troquelada mandíbula
(también ovacionaron a Gris, que custodiaba la escena). Esto de hacer de las calles un museo
arqueológico, ardua misión cautivadora de auténtica artista subyacente; mezcla de Haring y Basquiat, diva
esencialmente dotada para la distopía postvirtual y sus acontecimientos simultáneos.

(luego se supo que) En Hong-Kong los pájaros eran todos hijos únicos e iban
desertando poco a poco, con alevosía. Lo mismo pasaba en otras partes del globo, por ejemplo, en el Gólgota.

Restos del dominio filosófico se incorporaban al espíritu llano del parque, el arbolado se tenía así:
el doble de moderado y en plena actuación de los agentes contaminantes y su clepsidra escultural.
Plantas vivas ultimando la educación del justo pigmalión universitario, el genio lírico y su catequesis práctica
lorquiana.

2

Esta muchacha se fija en todo; salto por salto obligada a conceder
su pingüe bendición, interceder ante cadáveres lozanos o tomar decisiones salomónicas entre traficantes de almas:
el peso de la púrpura, el radiante eco del destino
social. Su belleza y su ángel encadenados a la misma vía, desterrados del verso que acaricia el futuro.

Hasta el museo está cerrado a la voluntad del aire.
Es un pobre Hermitage concentrado en su cábala otoñal, olvidado al pie del cuestionario. ¡Cuántas obras
maestras abusan de sus páginas!, duermen bajo las ruinas
de la seriedad artística y sus ecuaciones de primer plano, se atosigan como si fuesen poemas escritos del derecho
por una buena razón.

Jordan esquiva una lluvia de hojas secas que amenaza
con lapidar su rastro poético; ha contravenido cualquier norma jamás oída, ni pensada siquiera, y la culpa
corroe su corazón felibre: menos mal que conserva sus poderes becarios
y sabe cómo agitar la miel cuando amanece.