Reencarnación o advenimiento. La buena nueva que hizo parar el jazz en
la avenida. Jordan al límite –tan seria–
al mando de una estrella roja caracoleando las veredas, vericuetos del
extraño paisaje; un horizonte
secreto postulado por mitos escalofriantes.
Dado que la música era profunda y nada parecido. No se parecía a ningún
rap anterior,
silbaba su concierto, su contexto y su énfasis; mejor que ninguno de
Azealia, mejor que el destino del KRIT, algo
superior a Nas y su discordia. Procedía entonces del lado natural, la
estática que surge
y acalambra, los tornados que sacuden el mortero de la poesía. Ella
sabía hacerlo ilegal;
depositaba un ramo de sensaciones en la tumba del soul y se levantaban
los muertos, Whitney (que ya sabía amar),
divas de cuerpo entero y espíritu flexible.
Era su filosofía, su ajuste fino del arte, crónica de unos labios
arrinconados, lentos para el beso. La canción se estremecía, culebreaba
en los pormenores
de la hierba, ¡qué material para un sueño distinto!, extraído de una
atmósfera sin aire, con esa minería de arcángeles,
esa longevidad. Se desnudaba la música hasta quedar descalza sobre un
charco de sangre, un lago
nítido y verbal. Doce pájaros solistas (ninguno alcanzaba el trino de
Ella Mai)
representaban la violencia invocada por los medios,
y Jordan en el centro de aquella producción mortificante, aquella obra
masiva y conceptual.
Autoría. Sin dogmas, no dogmática, ajena a la reflexión religiosa de la
falsa política; un cameo
en la realidad del parque, el máximo protagonismo. Cierta épica forma
en que sus ojos tornaban a mirar febriles y sus manos
convergían en un punto aleatorio, demasiado presente, harto de fama. La
profesión y no el oficio. Jordan
comunicándose con una civilización abstracta, la crema del zodiaco.
(Por tanto la canción se repite después
del sabotaje: es el amor –soy el amor–, no tiene número
ni posee dos alas como un ave;
¡alejaos de la mediocridad y el desorden! Pues.)
Se hallaba la meta tan lejana que relucía de su efecto doppler, su
escafandra. Era un manifiesto
pactado con las estrellas que cortaba la respiración –daga tremenda–,
se cortaba una falange para demostrar su marcado acento,
teñía de sangre el melancólico velo de la escena privada, su industria
de los sentimientos y el pecado,
su mercadotecnia. Nadie llegaba sin perder, al menos, un gramo de
inocencia, el peso exacto de su alma
o la llave dorada del amor.
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