Mucho antes de que el parque abanderase la inocencia del estado con la
extensión
valiente de su indómita superficie, antes de que las rosas
reconociesen la preponderancia de esta nación ilimitada y su influencia
feroce, el arte ya había sido
superado por la democracia real.
Todos artistas desde la primera vez; ah, fiel conglomerado de
circunstancias amables, qué identidad de oportunidades.
Bibliotecas públicas como la primera vez,
libros vírgenes abiertos de par en par por la primera página de su
desenlace,
tímidos aún, recién horneados en la fábrica del pan. Todos pintores de
avechuchos –en concreto
aquella del terrorífico príncipe sitiador de elevados monasterios–
y no de palomas, retratistas autónomos
de la densidad humana.
Poetas generales autorizados por un comité de musas partidarias y una
excelente banda de música,
lobos despellejados por la rima en –ido y sus concomitancias,
cavafis multiplicados por cero, extraordinarios hombres barbiluengos con
mal talante,
hombres y mujeres barbitúricos y mutilados de guerra.
Sintiéndolo mucho, Jordan era la artista
fundamental y de mayor ergonomía estilística del equipo; su iglesia no
desfallecía
de creyentes ni sus homilías se veían afectadas por la desconexión. Su
obra equilibrada
conocía el detalle trémulo del cable tendido entre árboles siameses,
soportaba ingresos mensuales millonarios, cheques al portador,
gratificaciones en especie, ofrendas y dádivas, era
carne de ovación sostenida, víctima de la clac.
Oh, sí, la democracia asesina del arte y sus sinecuras, exposiciones y
grandezas,
sus recitales sutiles y su intercambio de banderines del club; fue la
creencia absoluta en la capacidad
moral del individuo, su destino felibre, la inauguración de la casa de
la moneda en cada casa,
el monumental cese del elogio (o del negocio) sin indemnización.
Y Jordan, que se bebía un zumo de grosella (ninguna grosería de por
medio) bajo la rama estática y hogareña,
escuchaba el poema con el alma: las palabras volaban en circuitos
impensables y a veces, solo a veces, hacían una parada para desahogar
su resonancia
en un verso cualquiera tocado por la leve flaqueza de la negación.
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