Oh, la nula confianza en sus posibilidades, la negación
de su arte; hastiado de la vanidad articular de una escritura que no
encierra
enseñanza alguna ni puede subvertir el mundo ajeno más de lo que logra
desordenar el propio a golpes de talento amortizado.
Nadie escucha el canto
casi fúnebre, el oráculo bastardo, nadie finge interés por la
estructura, ni cuenta lo memorable de aquella fraseología
negada sobre la tierra. El poema reverdece apenas, surte efecto en la
naturaleza
pero no más que una rosa natal. Ni abejas ni gorriones, sus perfectos
oyentes, sus espectadores,
la clac nada expuesta ni emperifollada, hoy desparecida
entre bastidores, en una nube vuelta del revés,
bajo la sensación del río, ese agua helada.
Jordan no acostumbra
mirar hacia arriba, ni le concierne el cielo abrupto, insanamente
celeste,
de un índigo arrebatador, quizás el cielo negativo de las atrocidades,
bombas que caen del cielo, lluvia
térmica a una temperatura deplorable, nieve oscura como el alba tímida.
No se eleva
la mirada, aquí no se eleva la mirada, tampoco se profetiza la próxima
soledad de las constelaciones.
Lo siguiente es una proposición, el desánimo profundo,
destino e ignorancia, el maridaje completo. Dentro de la editorial del
sitio (sitiada), el sello opuscular, la biblioteca perversa
que incluye los libros monacales, los acaparados, robados y otras
tentaciones líricas. Esta dicotomía entre el arte y la moral que la
poesía dirime con tan buen
gusto y tan en su papel, en su línea divergente. Así, la discusión
ofrece paralajes opuestos, formas bífidas,
todo aquello en la librería definida por su encanto y su
clandestinidad.
El poeta concluye, se perfuma para ella, atento a las conexiones
fonéticas,
una sintaxis paramédica, el fondo de armario de su memoria devastada.
El sonido se contagia enseguida;
es una epidemia de silencio que mortifica los versos,
modifica las almas palabra por palabra.
Se dice: estamos claudicando. Mientras, Jordan –en su balcón brumario–
tira una rosa que tarda tanto en caer
como una bala de plata. Colorea su escena preferida
de la revolución, desarrolla sesudas garambainas y, de tal modo, pasa
la tarde asombrando al mundo.
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