Entre los enseres del poeta: una colección, un tirachinas hecho con las
patas
de un crucifijo, nada de cartas
(sellos rojos con la efigie de Lenin*),
y un monopatín.
O es que Jordan no las recibía
asomada al balcón, atormentándose mientras una guitarra
eléctrica desandaba el refugio
eventual de la nostalgia, el entresijo exacto de sus momentos de
gloria. Las cartas iban dirigidas a un pequeño
monasterio, ingrávido claustro vencido por el clima, oscurecido por la
magia. Lanzadas al vuelo o en alas
de un esqueleto pulcro y etéreo, quién sabe si un gorrión desaparecido
en la coraza del paisaje.
Todos lo saben: el parque merendaba a expensas de las cacerías de la
bestia, su olfato indefinible,
el talento prosaico de esas mandíbulas dotadas para la literatura.
Había, pues, que esconderse dentro de la única materia
posible, el dédalo más puro, de la única manera posible: detrás del verso,
su ramaje y su débil circunstancia.
Las muchachas acompañaban a Jordan hasta su primera parada,
donde comenzaba la recaudación. Al final del camino, las flores
acaparaban los deseos, la vista, el horizonte,
muchas estrellas le pertenecían entonces solo a ella,
que tenía un problema con tal distanciamiento.
Al tiempo de cerrar los ojos, ocurría siempre un suceso incomprensible;
palmadas y abucheos,
silbidos del espacio y las ardillas, del aire y las palomas, el ruido
adolescente de la tierra que da a luz
una frontera. Es el silencio apátrida de las canciones olvidadas, las
mismas de las que hablan las cartas
escritas bajo cierto resplandor lunar, nunca enviadas a su
destinataria. Entre las pertenencias
del poeta: un estropajo, una cuartilla, su colección de epigramas
desechables, su mala praxis, un par de tropiezos
importantes, aquel saquito de escalofríos que daba miedo tocarlo,
una sombra de repuesto,
(y un monopatín).
Gente emocionada que ovaciona la transición entre la noche y el
profundo desamparo,
sordos estragos de la monotonía que, sin embargo, constituyen un trance
de iluminación que no puede desdeñarse.
Jordan escarba entre sus bártulos, sus bienes y halla por fortuna un
manojo de cartas
cogidas con una cinta de terciopelo negro, cartas como rosas hechas de
un perfume común, denominadas, rígidas,
dirigidas ¿a quién?, esparcidas por el mundo como un reguero de polvo
cósmico, todas selladas, lacradas con la sangre de una promesa, el
carmín de unos labios
llamados a la vida.
(* ‘Sellos rojos con la efigie de Lenin’ es el título de un relato
de Danilo Kiš)
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