Tanto se difumina… El aire es la coraza de la realidad, ¡es que no deja
ver!
Se añora aquel tiempo de espadas egoístas; la somanta épica que
impartían los sabios
mientras el cuervo se desgañitaba y sus alas ensombrecían la primavera
por primera vez (¿o fue un dragón?).
Cuando el sonido vibraba sin elegancia, ¿cuántos conocían el único
secreto de la hondura?, ¿cuántos alardeaban de estilo?
La poesía se arqueaba sin rechistar, hecha un legajo, los poetas
maldecían
su gramática y su historia así como adoraban las estanterías del
pasado, los llantos
acumulados en pilas de estoicismo, la heroica lucha de la soledad,
qué lucha desigual de la naturaleza contra el arte (que resulta ser un
cuerpo extraterrestre, como dicta la ley).
Ignorantes del territorio, incluso del espacio superfluo, todo ese
movimiento
permanente sobre las cabezas de la población, cabezas pensantes en las
que nadie piensa, cruel esta epidemia de soledad.
Ahora hay un puente, y barracones en la lejanía, tan cerca de todos
nosotros
como unos años atrás, menos de un siglo según las tradiciones. El baile
de la sangre es tradicional, no religioso,
indómito, no se pueden sujetar ciertas presencias; ciertas ausencias, al
cabo,
dejan de parecer reparadoras.
Todavía vuelan los gorriones en mansa formación, descubridores de
monasterios disfrazados
de nubes, sus esqueletos nimios trazando escalofríos en la noche,
diseminándose o muriendo
como soldados ebrios de inocencia.
Se iba apagando el poema, la luz disminuía de tamaño, curioseaba el
viento las ventanas abiertas del estanque,
los portales del río. Palabras terminadas en fin y restos de color,
lunares de monótona cadencia y el broche neutro del ocaso sobre el eco
torrencial
que arrastra la ternura. De repente, un delfín, o la ilusión de
estar alerta una vez más.
Donde haya un hombre enfermo, una mujer con fiebre; donde el parque se
hunda y surja una pradera
luminosa erizada de hierba y mal comportamiento y se escuche la radio,
el grito hermoso del paisaje, la revolución
de los bolsillos vacíos, los ojos enrojecidos como labios tímidos.
Solo había un espejo para todo el mundo;
solo un reflejo para nadie, solo una parte de verdad (la misma para
todo el mundo).
Porque las madres echaban las cortinas y el suburbio ardía de
felicidad; ¡cuánta belleza! en cada fuente,
en cada esperanza interrumpida. Un algoritmo para cada alma, su
tormento particular, su particular prisión, el milagro saliente;
sin necesidad de verso, sin hábito de estudio: para cada alma un beso rozando
las tinieblas.
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